–¿Te lo conté alguna vez? – le preguntas-.
La pregunta es retórica –lo sabes-. Probablemente Roig te diría que no, aunque le hubieras contado una y mil veces ese bellísimo cuento sobre la amistad, dispuesto a escucharlo una vez más, con el solo fin de complacerte. Su vacío, el de Roig, hoy, en el sofá, duele…
–Cuentan de alguien que, en compañía de su caballo y de su perro, vagaba en una especie de limbo buscando el Cielo… Relatan que llegó a una espléndida puerta de gran amplitud y que se le dijo que esa era, efectivamente, la puerta que conducía al Paraíso…
–¿Y? –te preguntaría-.
–A la hora de cruzarla, Roig, se le señaló a ese alguien que no se admitían animales… El hombre no dudó. Optó por no entrar antes que abandonar a sus amigos y siguió su andadura hasta toparse con otra puerta, humilde, angosta… Le contaron que esa sí que conducía al Cielo y el viajero supo que, a pesar de las apariencias, ahora contaban verdad, porque ahí se permitía la entrada a los caballos, a los perros…
–¿De quién es el cuento? – te hubiera inquirido-.
–Se atribuye a Paulo Coelho, Roig…
Se impone el silencio… Y el peso de un enorme vacío…
–No me imagino, Roig, un cielo en el que no cupieras…
Luego le cuentas que has hecho lo que él hubiera deseado: entregar sus cosas a la Protectora, rezar y sentirte afortunado por haber gozado de su compañía, de su bondad, de su ternura, de su lealtad, durante casi 16 años, esos en los que, no exigiéndote nada, te lo dio todo…
–¿Bien por ahí arriba? –le preguntas-.
–Bien –te dice-.
Y lo sueñas sentado en los portales de la eternidad, junto a tu madre, esperándote, con una madre gozosa por su reencuentro…
–Gracias, Roig…
Y te lo imaginas, también, moviendo alegremente su cola mientras tú, aquí abajo, te sientes ahora incapaz de seguir escribiendo…
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