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Fruta estacional por antonomasia, con un precio que se mueve en torno al medio euro por quilo. Ineludible en los ágapes estivales colectivos. Su aspecto no ofrece dudas en su identificación. Redondez irregular, verde veteado por fuera, rabito. Sin embargo, su interior es un misterio. Pese a las promesas del animoso vendedor, y a los golpes propinados por expertos de crédito inversamente proporcional a su teatralidad, uno nunca sabe si le va a salir deliciosa o despreciable. Una incógnita. Una vez abierta, se intuye mejor su calidad. Pero siempre, sepa bien o mal, es una sandía. Verde por fuera, roja por dentro. Usted vota a un partido. Sabe que es un partido determinado por su aspecto exterior, su color, reiterado en carteles, banderas, chapas y bolígrafos. Se vende como ideal para cualquier paladar, con un crédito inversamente proporcional a su teatralidad. Luego, lo que haya dentro es una incógnita. Lo mismo le sube los impuestos a lo Carrillo que le cobra las pastillas para la tensión como un salvaje republicano yanqui. Y tan pancho. Lo que le prometió el vendedor no sirve para reclamar. Nadie devuelve la sandía una vez abierta y medio saqueada por los menos escrupulosos de la casa. Luego están las molestas pepitas, que si topónimos, que si mérito y no requisito, que si banderas... No son las pepitas el asunto principal para el comensal, pero nunca cambian, siempre son iguales, siempre están allí, molestando. Porque son inherentes a la sandía.