Javier García de Viedma
Los buzones tienen boca, pero no hablan. Aunque dicen muchas cosas. La mayoría dicen cosas parecidas, que todos sabemos. Por ejemplo, que la gente hoy día apenas escribe cartas; que ha aumentado enormemente la publicidad a domicilio; que los Bancos, la Policía y Hacienda no nos olvidan; o que si vivimos en el extranjero, podemos votar en las elecciones españolas.
Mi buzón de correo en Israel no es muy distinto en eso a los del resto del mundo. Es del tipo americano de las películas, metálico, con forma de túnel y una tapa que se abre de frente para que el cartero (o quien sea) introduzca los sobres y el usuario los recoja. Todas las semanas llegan cantidades industriales de propaganda de restaurantes, tintorerías, tiendas de muebles, supermercados, ofertas de servicios y cartas para los anteriores inquilinos de la casa. Entre toda esta morralla que hemos venido recibiendo en estos meses ha habido dos perlas que compensan la enorme cantidad de basura, porque dicen mucho del país en el que estamos viviendo.
La primera es una carta escrita a mano, sin sobre y en hebreo, con la que vine a dar una tarde de invierno. No entendía nada, pero temí que fuese una exhortación de nuestra vecina (una abogada antipática, picajosa y metomentodo) o un mensaje personal para los dueños de la casa, así que la guardé con intención de entregársela a mi profesora de hebreo para que me la tradujera. Mi sorpresa llegó cuando supe que se trataba de una carta de agradecimiento de una mujer soltera, judía ortodoxa, de 36 años, quien había encontrado novio después de muchos años, gracias a una escuela de cábala de Safed, un pueblo en las montañas del norte de Israel, famoso por ser precisamente, cuna de la cábala. La mujer, exultante, quería compartir con todo el vecindario su gozo por haber matrimoniado al fin y recomendaba encarecidamente los servicios del cabalista, proporcionando no sólo el teléfono del susodicho, sino su propio móvil, para compartir experiencias, supongo. Al parecer, fue la entrega de un talismán lo que hizo posible el providencial encuentro con su futuro esposo. Ignoro si el mozo participó en el multitudinario buzoneo (a mano y con muy buena letra, por cierto).
La segunda vez que habló mi buzón fue recientemente cuando un jueves por la noche me topé con una colorida postal impresa a dos idiomas (uno por cada cara) y titulada: "A Human Superman". Se trata de un fulano (que supuestamente aparece en una foto en blanco y negro en la esquina superior del pasquín meciendo a un bebé en un columpio con sus musculosos brazos al descubierto y una mirada entre atenta y seductora) que ofrece sus servicios a domicilio en las áreas más variadas: ayuda con los niños, hace arreglos caseros, te acompaña en viajes y fiestas (por cierto, incluye transporte seguro "en un Jeep nuevo") o bien te alquila o vende propiedades. Puede ser compañero de juegos para los chicos, les apoya en los estudios, y ser "un oído atento" (así dice), lo que haga falta. El tipo también se dedica al cuidado y la nutrición de los animales domésticos, se anima a la reparación de vehículos, te representa ante las autoridades si lo necesitas, te asiste en negociaciones de cualquier tipo y, por si fuera poco, se convierte en tu entrenador personal si necesitas estar en forma. Todo con un sello redondo que dice 24 horas al día y añadiendo, literalmente: "Seré su mano derecha en casi cualquier asunto que pueda imaginar. Pruébeme y disfrute. Estoy a su disposición. Discreción total".
A pesar de que, al igual que la ortodoxa emparejada, el Human Superman carece del don de la puntería (al menos con mi buzón), este sí que me dio que pensar. Uno no sabe si el personaje quiere ganarse la vida después de que lo hayan echado del Mossad, convertirse en millonario en unos pocos años, llegar a ser alcalde o ligar con una (o varias) vecinas. Y quizá cosas peores. Lo que está claro es que no tiene problemas de autoestima.
Es una pena que las dos cartas no llegaran al mismo tiempo. Podría haber intentado poner en contacto al Human Superman con la judía ortodoxa soltera y quién sabe, a lo mejor habrían saltado chispas, me habrían invitado a la boda y mi teléfono aparecería en las cartas a mano repartidas por el barrio en señal de agradecimiento.
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