Todo el mundo sabe que el sábado es el día sagrado de los judíos, como el domingo es el de los cristianos y el viernes el de los musulmanes. Su origen es común: para las tres grandes religiones monoteístas Dios creó el mundo en seis días y después descansó. En el libro del Éxodo se establece el sábado como día sagrado. El séptimo día debe ser consagrado a Dios y dedicarse al descanso. Es un precepto religioso y a la vez social.
Los judíos más ortodoxos respetan el precepto de manera estricta y desde la puesta de sol del viernes hasta que sean visibles tres estrellas en la noche del sábado cumplen con las 37 prohibiciones del Talmud, que fueron establecidas poco antes de la aparición del cristianismo, hace ya más de dos mil años. Las prohibiciones van desde la abstención radical del trabajo hasta no operar ninguna maquinaria, ya sea un teléfono, un mando a distancia o un ascensor. Tampoco se puede cocinar. Esto crea situaciones un poco complicadas, a veces casi cómicas. Una vecina llamó a gritos a mi mujer una noche del viernes para que le encendiera el aparato para calentar biberones para su bebé. Otras veces nos ha pedido que le encendiésemos el aire acondicionado. En los barrios más religiosos realizar actividades prohibidas en sábado, aun por los no judíos, está muy mal visto y uno se arriesga a que le increpen, le insulten o incluso a que le lancen algún objeto si pasea en bicicleta, por ejemplo, en determinadas áreas de Jerusalén.
Esto puede parecer anticuado y opresivo, aunque tiene sus consecuencias, no siempre negativas. Por un lado, ha permitido el desarrollo de toda una tecnología sabática, que permite que los ascensores suban y bajen sin necesidad de apretar botones, deteniéndose en todos los pisos; o que haya suites de hotel en las que a golpe de palmas se enciendan las luces o la televisión; o unos curiosos hornos que mantienen la comida caliente durante horas sin recocinarla ni quemarla.
También ha generado empleos nuevos, como el de los gentiles que cobran por hacer trabajos prohibidos a los judíos. Son los Shabbos goyim (gentiles sabatinos) que pasean perros, lavan platos o barren suelos en las casas judías a cambio de un sueldo.
El sábado comienza con el encendido de las velas, que se hace una hora antes de la puesta de sol y normalmente por mujeres. Sigue el Kiddush, la primera de una serie de oraciones de santificación a lo largo del día, que se recita sobre el vino y asimismo, se bendicen las especias (clavo y canela, normalmente). El día termina con la Havdalá, una pequeña ceremonia que marca el final de la jornada de descanso y el comienzo de la nueva semana.
Una de las cosas más bonitas del Shabbat es que las familias se reúnen a comer juntas, los padres pasan el día con sus hijos y los más ajetreados encuentran ocasión para desconectarse de todo durante un día. Esto produce uno de los frutos más preciados del día santo: el silencio. Casi todo se para. Pasan pocos coches, no hay autobuses ni trenes, apenas cruzan aviones por el cielo. De las casas no salen ruidos estridentes y parece que todo descansa. De pronto, uno descubre que había pájaros en los árboles y a lo lejos, el rumor del mar. Transmite una paz y un bienestar que no tiene precio en estos tiempos ajetreados en los que vivimos.
Creo que el silencio del Shabbat es de las cosas que más recordaré y echaré de menos cuando deje de vivir en Israel.
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