Dicen que la marmita de bonito (el famoso "marmitako" vasco) nació en los barcos atuneros del Cantábrico. Los pescadores, después de largas jornadas de mar sin comer otra cosa que pescado, lo inventaron por el revolucionario procedimiento de hacer un guiso típico de la tierra que llevaban meses sin pisar, pero poniendo bonito en lugar de carne. Y así vio la luz esa delicia gastronómica.
Me precio de hacer una marmita bastante razonable. No digo excelsa, pero sí sabrosa, digna y creíble, lo que no es siempre fácil en lugares remotos, por la falta de ingredientes. He guisado marmitakos en tres continentes y siempre han resultado un éxito. Gentes en lugares tan distintos como Kuwait, Chile, Nueva York, Perú o Pakistán han sumergido sus cucharas en mi marmita con resultados indiscutibles: aroma intenso, reminiscencias de hogar, armonía interior traducida en relajamiento general y exaltación de la amistad por encima de diferencias culturales. La marmita, si está bien hecha, es un plato de paz. Indiscutiblemente.
Desde que llegué a Israel planeo hacer amigos con el guiso mágico y por ello invité hace casi un mes a varios españoles e israelíes, en su mayoría periodistas, a cenar a casa. El primer intento fracasó por culpa de las revueltas de Egipto. Todos llamaron para disculparse porque tenían que viajar precipitadamente a los países vecinos para cubrir los acontecimientos. Me resigné, se lo comenté a mi mujer y congelamos con pena el bonito que habíamos comprado en Jaffa, una bella ciudad árabe junto a Tel Aviv en la que se encuentra el mejor pescado fresco. A la semana siguiente, volví a llamar a los invitados, con la esperanza de celebrar ese viernes lo que no pudimos hacer el anterior. Todos asintieron, siempre que estuviesen de vuelta en el país, claro. Lamentablemente, ninguno ha vuelto y ya voy por el tercer intento. Ahora es por lo que está pasando en Libia. Uno nunca imagina cómo el conflicto de Oriente Medio, las revueltas en el mundo árabe o Ghadafi pueden llegar a fastidiarle algo tan importante como un marmitako. Es una de las cosas más reprobables de las guerras: privan de comida a los seres humanos y separan a los amigos.
Entretanto, mientras espero a que mis invitados me llamen para decirme si van a poder venir o no, me ha dado por pensar en este guiso maravilloso y su extraña relación con el conflicto de Oriente Medio y las revueltas del mundo árabe. El marmitako nace de la necesidad, no ve la luz en los palacios, sino en las toscas cocinas y las rudas manos de los pescadores, hartos de comer siempre lo mismo. Al romper con la rutina, sus inventores transgredieron una forma de pensar a la que estaban acostumbrados y lograron conciliar lo que parecía irreconciliable: la tierra y el mar. ¿Por qué no se puede hacer un estofado con bonito? ¿Por qué no pueden ser amigos la patata y la cebolla, que crecen enterradas en la tierra con el atún que vive sumergido en el mar? ¿Qué o quién impide que el bonito del frío norte y la patata de tierras húmedas se reúnan con el tomate y el pimiento, verduras aéreas de latitudes meridionales?
Además de ser un encuentro de ingredientes tan diversos, el marmitako respeta todas las normas alimenticias de las tres grandes religiones, pues es kosher para los judíos (dado que no contiene marisco, pero sí pescado con escamas), es también halal para los musulmanes (no lleva cerdo o sus derivados ni alcohol) y para colmo de bienes puede comerse el viernes de la cuaresma cristiana. Aleluya. El marmitako reúne muchas de las claves para la resolución del conflicto. Es un símbolo de la superación de las diferencias: el mar y la tierra, el norte y el sur, la carne y el pescado, las tres religiones. Todo confluye en la marmita. Es el plato con el que debería celebrarse la ceremonia de firma del acuerdo de paz de Oriente Medio, que tanto ansiamos.
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