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Tel Aviv es una ciudad luminosa, moderna y volcada al mar. A lo largo del paseo marítimo se suceden restaurantes, terrazas, tiendas y un puerto deportivo, frente a una playa continua de arenas blancas. Los fines de semana la gente sale a pasear en familia y uno puede darse cuenta de la enorme variedad étnica de los israelíes. Aquí se ve gente de rasgos centroeuropeos, árabes, africanos, tipos mediterráneos, rostros de muchos lugares del mundo, tantos como emigraciones han ido conformando esta compleja sociedad. El mar aquí es abierto, bravo, con corrientes peligrosas de las que continuamente advierten carteles y vigilantes a través de molestos altavoces. En el extremo oriental del Mediterráneo, el sol siempre se pone sobre el mar y los atardeceres son bellísimos. A menudo salgo a caminar por la playa o a lo largo del malecón y casi siempre pienso que allá lejos, al final del horizonte, tras muchas leguas de mar, está Menorca y que, de algún modo, estamos unidos por este mar que tantas cosas ha visto y que todos reivindican, ya sea como cuna de civilizaciones, origen de imperios, fragua de fortunas o de una dieta saludable. Y es que el Mediterráneo se ha convertido en una forma de vida.

Andando en cavilaciones como estas, una tarde me topé de frente con algo que me llamó la atención. Entre los pocos edificios abandonados frente a la costa que van quedando, semidestruido, quemado y abandonado, un frontal pintado con el conocido logo de las dos cerezas deja adivinar que allí hubo una discoteca Pachá, una visión extraña, que me devolvió, una vez más, al otro extremo del mar, a las noches frívolas del verano español. Me pregunté por qué se encontraba en ese estado y pronto pude averiguarlo. El 1 de junio de 2001, un muchacho de 22 años llamado Said Hotari, vestido como un judío ortodoxo para no despertar sospechas, se puso a conversar con los chicos y chicas que hacían cola frente a la discoteca.

En un momento dado, dirigiéndose a ellos en hebreo gritó que iba a pasar algo y seguidamente hizo estallar la carga que llevaba adosada a su cuerpo, dejando tras de sí 21 muertos y 132 heridos, en su mayoría adolescentes de origen ruso. La discoteca Pachá no volvió a abrir sus puertas. Su esqueleto de cemento ahumado, frente al mismo mar que vi nada más nacer, me recuerda lo lejos que queda Menorca.