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Pensaba escribir sobre la ola de corrección política que, llegada de ultramar, ha encontrado buena tierra para echar raíces. Esta nueva inquisición que se cierne sobre los escritores y tertulianos lenguaraces por la que incluso las conversaciones privadas o semiprivadas o las fantasías literarias son consideradas casus belli.

Cuando la distopia de Orwell parecía haberse reducido a un programa de televisión, vemos que resurge un Gran Hermano que acecha a nuestras charlas íntimas y nos impide expresar lo que pensamos si no está sujeto a la fugaz moda política del momento. Basta mirar la historia para saber que lo que conviene o no conviene decir va cambiando. Lo que hoy es bueno, mañana será malo y viceversa.

Pensaba escribir de estas cosas hasta que me di cuenta que al criticar a los ridículamente correctos estaría ejerciendo de censor de costumbres, igual que ellos. Por eso dejaré mi columnita en el tintero para evitar situarme en un atolladero filosófico del que no sé salir.

Tal vez Sócrates debería volver para rescatarnos.