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Hace unos años, estando en Nueva York, recuerdo haber leído un artículo en la prensa latina estadounidense sobre la soledad que trasciende a la Gran Manzana.

Recuerdo la sensación de estar inmersa en un caudal incesante de gentes y miradas que persisten más allá de lo que uno quiera o pueda detenerse a observar. A pesar de ese frenético compás, el neoyorkino se pasa gran parte del día solo, navegando en un sinfín de voces que lo ignoran hasta despreciarlo. Bueno, pues algo parecido ocurre en Menorca en verano. Ni el sol, ni la gente, ni las fiestas de pueblo, ni los bares, ni las aglomeraciones "puntuales" le dejan tregua a uno. Dejaron de existir los interminables silencios invernales, y esos paseos a la vera del mar en los que uno no escucha más que el viento, y no divisa más que su propia sombra.

Pero agosto llega a su fin también. En cuestión de días la Isla se volverá a teñir de nostalgia, por los que se han ido, por lo que fue, y por lo que se viene. Igual hay quien prefiere el ardor de las multitudes. Pero hay quien también agradece un resguardo de paz después de la tormenta.