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Leí hace tiempo que aunque El Palau de les Arts salvó su primera crisis, seguía al borde del colapso desde un paro laboral previo a su inauguración hasta la devolución de entradas nada más producirse la misma, por un accidente en la sala principal, soportando siempre un fuego cruzado de fallos y acusaciones: el director del complejo tuvo que programar tres temporadas diferentes por los retrasos en las obras; de los cuatro escenarios previstos, sólo se abrió uno; Zubin Mehta apremiaba a la Generalitat para que Calatrava concluyese el edificio; Calatrava por su parte acusaba a altos responsables de la Generalitat de «explotar» el edificio y decidió no acudir al estreno de la ópera "Fidelio"; el día de ese estreno falló el vídeo de arranque del segundo acto... y mientras tanto la Generalitat admitía que llevaba invertidos en el edificio 350 millones de euros, frente al presupuesto inicial de 83,6 millones. Parecido el desastre producido en el Auditorio de El Escorial, hecho con mucha ilusión y gestionado presumiblemente con la misma, pero cerrado a los pocos meses de su inauguración por falta de presupuesto y sobre todo, por falta de público: hubo que sacar a concurso su gestión, que se adjudicó a una UTE de empresarios.


Todo ello me lleva a una reflexión: ¿es necesario que las administraciones públicas se gasten lo que se están gastando en unas obras faraónicas que luego no sirven para nada, que objetivamente carecen de público? Piscinas, campos de deporte, auditorios, edificios de toda clase y de todo tipo, que no se usan, que están prácticamente vacíos. Muchas veces, en los viajes, miro los complejos deportivos de pueblos, unos grandes y otros pequeños, que hace años ni se podía soñar con los mismos. Y están casi siempre vacíos, pase a la hora que pase; de vez en cuando ves a algunos tenistas jugando en la pista correspondiente, y en verano algunos bañistas, pocos entre semana, en piscinas que cuesta un riñón mantener. Me da la sensación de que la Administración quiere adelantarse a las necesidades de los ciudadanos; algo así como esos padres que llenan de juguetes a los niños, y los niños no juegan con esos juguetes, porque no llegan a ellos, por tener demasiados, o porque tienen otros que les entretienen mucho más; pero los padres -y los tíos, y la familia y amigos- siguen y siguen intentando suplantar con su ilusión la que es realmente la ilusión de ese niño, de su hijo, al que adoran, y esa falta de sintonía entre lo que necesita el niño y lo que le da el padre es lo que me parece que se produce entre lo que necesita el ciudadano y lo que muchas veces le da la Administración. Minorías que piden una piscina o la apertura al público de la piscina ya construida mucho antes de la fecha en que los respectivos municipios lo tienen previsto; nadadores que se quejan del uso lúdico de las piscinas en lugar de dedicarlas al entrenamiento deportivo; y ciudadanos que pasan junto a las piscinas sin haber entrado nunca en ellas y sin haber hecho uso jamás de las mismas. Auditorios vacíos, campos de deporte sin usar: ¿es eso lo que pedimos la mayoría de los ciudadanos? Pienso que no; pienso que hay una desmesura en determinados haceres por parte de las administraciones públicas, una desmesura en el querer inaugurar obras y obras sirvan o no sirvan, vayan a tener uso o no vayan a tener uso.


Lo resumía muy bien en una entrevista ese compañero abogado y autor de éxito que es Ildefonso Falcones, autor de La Catedral del mar. La periodista Nuria Azancot le preguntaba por qué eligió para su obra la iglesia Santa María del Mar, y Falcones respondió sin dudar: "es el resultado de un esfuerzo en común, sin políticos que la dirigieran o subvencionaran; el arte verdadero, el que surge de la gente, el que nace de la sociedad civil"; la periodista le preguntó entonces si le parecía novelable la Sagrada Familia de Gaudí, y contestó Falcones algo que a mi juicio responde a mi pensamiento y al de tantos y tantos ciudadanos de mi alrededor: "por supuesto, una maravilla, sobre todo el día que dejemos de destinar recursos a creaciones o eventos mediocres y la terminemos de una puñetera vez". No se puede decir tanto en menos palabras: estamos olvidando lo esencial y nos estamos centrando en lo banal, en lo mediocre, en lo que no tiene importancia, en lo que no se usa; en obras e inauguraciones que, una vez pasada la fotografía, quedan vacías, obsoletas, porque al público, a los vecinos, a los ciudadanos, no les interesan. En cambio hay otras que no dan foto, que no dan talla política, pero que son por una u otra razón esenciales, que habría que cuidar, que habría que dar primacía, como la Sagrada Familia de Gaudí de Barcelona; y si por el carácter expiatorio que Gaudí quiso para el templo no pueden admitirse ingresos distintos a las ofrendas de los fieles -de los turistas, diríamos hoy-, cambiemos el ejemplo y aplíquense los fondos públicos a tantos monumentos y actuaciones en estado de necesidad. Eso es lo que queremos todos, lo que pide en definitiva la sociedad civil: más iniciativa, más esfuerzo y, subvenciones, las realmente necesarias.