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Los indicadores que miden la salud de la riqueza global de un país se fijan más en el número de coches matriculados o metros construidos que en el estado de ánimo de las personas que viven en él. Hay que estudiar, conocer y medir otras cuestiones esenciales para conseguir el equilibrio y la felicidad de los ciudadanos.

Les propongo un juego: observen el lenguaje de las personas con las que se encuentran. Tras el saludo inicial, presten atención a lo que responden cuando usted les pregunta: ¿Cómo estás? Dudo de que se alejen del inventario de respuestas que llevo anotado desde hace tiempo, a saber:

"Tirando" (del carro, evidentemente, con lo que la identificación con un animal de tiro es obvia).

"Luchando" (aunque no veo al enemigo por ninguna parte, constato la tensión y el cansancio de mi interlocutor).

"Así, así" (que quiere decir, ni fu ni fa).

"Pasando" (no puedo evitar preguntarme ¿por el tubo de quién?).

"Ya ves" (que posiblemente quiere decir: decídelo tú porque yo ni me veo)."Vamos haciendo" (así, en plural mayestático, quizá porqué en esta situación es mejor sentirse acompañado).

"Psé..." (a pesar de que esta voz no consta en el diccionario, deduzco que el horno no está para bollos viendo la cara que pone al responder).

"No muy bien" (quizá mejor expresarlo así que decir directamente mal!).

"No me puedo quejar o su versión extendida 'no nos podemos quejar'" (donde el que responde asume, en un alarde heroico de masoquismo que aún podría estar peor).

"Ya ve cómo está el tráfico" (habitual entre los taxistas para decir que están fatal).

El frecuente "jodido pero contento" (en el que se manifiesta que el estado natural de uno es estar jodido pero que en ese momento España o su equipo de fútbol acaba de marcar un gol).

Son pocos lo que contestan "¡bien!" y casos aisladísimos los que espetan un asertivo sincero y convencido "¡muy bien!". Así que está claro que alguna cosa falla.

En su día, nos acercamos al estudio de la relación entre la riqueza económica y la felicidad. La conclusión, a partir de los estudios de diferentes expertos en el tema era que el nivel de ingresos condiciona el confort y el bienestar, pero que está débilmente relacionado con la felicidad declarada. Y si eso es válido en lo individual, cabría hacerse la reflexión sobre qué ocurre con lo colectivo.

Digo esto porque creo que disponemos de muchos indicadores económicos que miden la salud de nuestra "riqueza global" pero son muy pocos los indicadores que utilizamos habitualmente o que son divulgados en los medios de comunicación y que relacionan esa riqueza global con el estado de ánimo de las personas que lo construyen y viven en ella. Por ejemplo, no puedo evitar preguntarme en qué medida afecta en lo psicológico a alguien de 30 años saber que le esperan 40 años de hipoteca de una vivienda de 60 metros cuadrados cuando escucha que el tipo de interés comienza a aumentar trimestre a trimestre. Quizá ya ha llegado el momento de que ampliemos los indicadores de desarrollo económico con otros que nos hablen del estado psicológico de las personas que crean y viven en esa economía.

Hemos llegado a asumir que tenemos una economía sana en la medida que producimos y consumimos de manera creciente. Se mide nuestra riqueza a través de micro indicadores que nos alejan de lo humano, de lo cotidiano, de lo doméstico.

De todo ello se podría desprender que, desde los modelos económicos actuales, la persona es algo secundario. Hoy son las cosas las que miden el éxito del sistema (vehículos matriculados, superficies construidas, toneladas consumidas…) y la persona, reducida a elemento productivo y de consumo, es la que avala tal éxito. Si seguimos así no es extraño que las ventas de Prozac no paren de aumentar y formen parte del ritual del desayuno.

Lo que no se estudia, analiza y mide es como si no existiera. Si no conocemos algo, no lo podemos gestionar. Y si no lo podemos gestionar, es imposible rectificar. Es muy arriesgado y parcial concluir que la salud de un país viene únicamente determinada por la salud de los indicadores económico que se divulgan periódicamente en los grandes medios de comunicación: el tipo de interés, la tasa de paro, la inflación o el producto interior bruto, entre los más notorios. Ellos son, sin duda, indicadores necesarios y válidos que nos hablan de realidades fundamentales y próximas. No obstante, quizá toca hoy pensar si no estamos dejando de medir algunas cuestiones esenciales.

Un caso muy interesante es del de Bután, un pequeño estado en pleno corazón del Himalaya, habitado por 860.000 personas y que a partir de la inquietud de su monarca, Jigme Singye Wangchuck, ha decidido incluir el bienestar psicológico de sus ciudadanos en una prioridad nacional. A raíz de ello, en Bután se mide "la felicidad interior bruta" (FIB) que, entre otras variables, tiene en cuenta el acceso de los ciudadanos a la asistencia sanitaria, la conservación de los recursos naturales del país o el tiempo que pueden disfrutar con su familia. Algunos dirán que es un ejemplo pintoresco. Otros dirán que la felicidad no es un concepto económico ni científico que merezca la pena ser tenido en cuenta (el amor tampoco lo es, añadirán). Algunos sesudos académicos postularán que se trata de parámetros subjetivos y que medir todo eso es muy complicado, nada fiable ni válido. Pero el riesgo de no hacerlo es que perdamos de vista las realidades más próximas, las que condicionan el estado de ánimo de millones de personas.

John Kenneth Galbraith, profesor emérito de economía de la Universidad de Harvard, escribe en su libro La economía del fraude inocente: "Las corporaciones han decidido que el éxito social consiste en tener más automóviles, más televisores, más vestidos, más armamento letal… He aquí la medida del progreso humano. Los efectos negativos –la contaminación, la destrucción del paisaje, la desprotección de la salud pública, la amenaza de acciones militares y la muerte- no cuentan. Cuando se mide el éxito, lo bueno y lo desastroso pueden combinarse". Y así es. Por desgracia, hoy parece que damos más importancia a la producción de coches, microondas o dinamita que al arte, la educación, la ternura o al equilibrio en la vida. De nuevo, falta equilibrio, y precisamente por ello nos queda mucho por hacer para que las respuestas al "¿cómo estás?" sean encabezadas por un sincero "¡bien!".

Articulo cedido por Alex Rovira y publicado en El País.