Las diferencias entre dos de las puertas de la catedral de Burgos. La izquierda (la central del atrio) con "implantes" neoclásicos; la de la derecha (del crucero) con su decoración y estructura originales

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Mucho se habla del pórtico de la Catedral desde que se descubrió, casi intacta, su prístina versión gótica. Se habla y se plantean soluciones de restauración para todos los gustos. Supongo que en este caso tienen mucho que decir los arquitectos y no seré yo quien les discuta la voz; hablo exclusivamente como gustador de belleza.

La reforma que llevó a cabo el obispo Juano a principios del siglo XIX, dio solución neoclásica a la fachada principal. Juano quiso "actualizar" la portada con un mensaje "ilustrado" venido de la meseta. En ese momento, en mi opinión, el templo perdió su unidad y se convirtió en un pastiche.

La falta de unidad de estilo en las iglesias españolas es moneda corriente. He tenido ocasión de comprobarlo, más a lo largo que a lo ancho, en el Camino de Santiago. Lo que más abunda es una mixtura, en mi opinión nunca exquisita, de románico y gótico aderezado a veces con ese estilo vertiginoso que es el barroco. También neoclasicismos varios aparecen en los atrios, como por ejemplo en la catedral de Burgos.

Hay varias razones para comprender estos desatinos: la primera lo dilatado en el tiempo de las obras en la Edad Media, que daba tiempo a que las concepciones de la espiritualidad cambiaran. Tan consciente era entonces la jerarquía, que en cuanto en un templo se terminaba de erigir el ábside con la cabecera y se construía el altar, consagraban y empezaban a celebrar los oficios divinos.

Este transcurso del tiempo, a veces siglos, comportaba, como decimos, una distinta concepción de la espiritualidad y del culto (recogimiento, elevación o crisis). No lo entendían por igual cluniacenses que el Cister, o los postridentinos en plena crisis provocada por la secesión protestante. También el tiempo aportaba soluciones nuevas a los problemas de la bóveda, cuando los benedictinos quisieron elevarla desde presupuestos románicos y se les venían abajo los arcos fajones de medio punto. Y, por último, los caprichos de la moda, sobre todo en el caso del estilo neoclásico, instrumento de la Ilustración del XVIII primero y de la propaganda imperial de ese bajito con mala uva que era Napoleón después.

Al neoclásico, más que estilo, yo lo denominaría "la mentira neoclásica", una burda imitación demagógica de lo grecorromano, después del entusiasmo provocado en medios culturales europeos por el descubrimiento de las ruinas de Pompeya y Herculano y en el fondo excusa de la Ilustración del siglo XVIII para hacer proselitismo. Mentira neoclásica, digo, sin parangón con la adaptación renacentista de lo clásico que no fue mera copia, sino fructífera recreación con sentido: una manifestación del llamado Humanismo, que colocó a el ser humano en el centro del Universo como medida de todas las cosas (terrenas).

En todos los casos (de eclecticismo me refiero) se rompe a mi entender algo muy valioso: la unidad de estilo y por tanto de mensaje. Bien es cierto que también los cambios nos muestran el paso del tiempo y esa concepción historicista tampoco es despreciable. No obstante, si para disfrute del espíritu debemos hacer que la piedra construida hable interpretándola racionalmente y nos transmita un sentimiento voluptuoso, su lenguaje debe ser claro y sin contradicciones. Uno no puede perderse entre arabescos y curvas (o rectas) que no van a ninguna parte. Por el contrario, románico y gótico tenían sentido por si mismos: recogimiento en época de crisis el primero, con la representación de un Dios como juez supremo de los pecados del Hombre; recuperación de valores como el amor el segundo, colocando en primer plano el culto a María y un Dios de Amor. En el románico la Virgen aparece hierática, simbolizando el trono de su hijo, que, también hierático, le da la espalda. En el gótico, sin embargo se la representa sobre todo como madre, con el hijo en brazos vuelto hacia ella y sonriendo ambos. Dos concepciones distintas del entorno espiritual, propios, uno de la Alta y el otro de la Baja Edad Media.

Cuando uno entra en una iglesia que comienza con una cabecera románica, recorre con la vista la solución final gótica de la bóveda de la nave central y se detiene en los retablos barrocos retorcidos hasta la nausea, no entiende nada. Al menos yo. La mente que busca en la oscuridad del templo el recogimiento interior o la luz elevada y clara, desde el sincretismo de cualquier concepción espiritual, se distrae con los desatinos y pierde comunión con el entorno.

Así ocurre en la mayoría de las iglesias a lo largo del Camino. Eso sí, con dos excepciones gloriosas: San Martín de Frómista y la catedral de León.

Dicho esto, y respecto al proyecto de restauración de la portada de la catedral de Ciudadela, corresponde a quien corresponda, tomar decisiones. Permítanme que recuerde aquí una anécdota histórica. Cuando Alejandro conquistó Gordio, la capital del reino de Lidia en Asia Menor, cuenta la leyenda que en su Ágora existía el llamado "nudo gordiano" un nudo de cuatro cabos que representaba una variante más de la tradición intelectual griega: la resolución de enigmas. Se decía que el que consiguiera soltarlo tendría el Poder. El nudo era, por su esencia, indesnudable, así que Alejandro desenvainó la espada y lo cortó. Cierto es, que el gesto del Macedonio no dejaba de ser una demostración de prepotencia, pero también es un ejemplo de toma firme de decisiones (eso que no hacen muchos de nuestros políticos, (bueno más que nuestros, suyos), para deshacer un impasse en vez de marear la perdiz. Cuando todos tienen razón o parte, no queda más remedio que cortar por lo sano y pelillos a la mar.

Vuelvo a la catedral después de esta digresión. La solución al dilema que la restauración contempla, depende del color del cristal. Si lo que queremos es contemplar el paso del tiempo, mantendremos la mezcla (mejor mezcolanza) historicista de estilos, pero si lo que pretendemos es vivir la espiritualidad que emana del conjunto y experimentar un sentimiento voluptuoso que todo espacio arquitectónico debe transmitir (el espacio a la arquitectura es lo que el color a la pintura o el volumen a la escultura) la cosa es distinta. Yo me inclino por la radicalidad; la recuperación de la unidad de estilo. Sin dudarlo tiraría abajo la portada neoclásica mesetaria y restauraría, en la medida de lo posible, la gótica, devolviendo al templo su prístino sabor mediterráneo.

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