Quizás lo he dicho alguna vez y puede que suene reiterativo, pero a mí volar se me da muy mal. Me entra un telele cuando me subo al avión que no se calma ni a golpe de valeriana. Le tengo pánico. Supongo que la idea de que me espachurre un aparato de tonelada y pico de hierro y similares no me hace suficiente gracia como para relajarme y disfrutar de la travesía. Eso y que a mí nadie me asegura que el piloto ha hecho voto de castidad y celibato la noche antes del despegue.
Mi idilio con los aviones viene de unos años ha. Cuando regresando de Alemania me encontré con todas las turbulencias que pululaban por el cielo. El piloto, que debía ser un avaricioso, no dejó ni una para los demás. Nos las comimos todas nosotros. O lo que es lo mismo, mi estómago, al dejar el avión, se había transformado en un sobaco. No en el mío, no, en uno cualquiera.
La verdad es que no guardo grato recuerdo de ese viaje porque hasta ese momento me encantaba volar. Resultaba una aventura excitante porque al final de cada vuelo me esperaba un nuevo lugar por descubrir. Ahora no. Ahora la sola idea de tener que viajar me causa unos retortijones brutales. Supongo que es mi estómago que en su idioma me dice algo así como "ho ets ben ase".
Pero a diferencia de otras personas mi pánico no me impide volar. Lo paso mal, vale, pero le echo bemoles llegado el momento y me embarco como uno más. Más tenso que el palo de una bandera, eso sí. Pero siempre me acordaré cuando a mi vera se sentó, un martes de agosto, una pareja de góticos. Para el que no lo sepa es una tribu urbana muy asociada al culto por la muerte y cosas así.
Vamos, que son gente muy dura. O eso pensaba yo. Pero cuando la vi a ella empezar a llorar y gimotear, con su ataque de ansiedad pertinente, pensé "a lo mejor a esta gótica le gusta la muerte pero de lejos, casi sin tocar". O que no le apetecía morirse. No sé.
Pensé que hay gente que lo lleva peor, por lo que no puedo quejarme. Pero a la gran mayoría no le hace ni gracia volar. Y si no se lo cree, amigo lector, cuando vaya a volar escuche el ambiente que se respira en el aparato. Verá que no habla nadie. Ahora, una vez el avión toca el suelo, el corral se llena de gallitos con ganas de cacarear.
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