Despedimos una década escasamente prodigiosa con la sensación de haber recibido algunas lecciones con el ancestral método pedagógico, hoy políticamente incorrectísimo, de "la letra con sangre entra", pero el derroche de hemoglobina no lo ha provocado aquí el cachete o la regla del maestro sino la crudeza de una crisis económica que, habiendo rozado el larguero de la Gran Depresión, ha metido un gol por toda la escuadra a la psicología colectiva que había llegado a creer que tenía el mundo a sus pies y se encuentra ahora a pies de los caballos.
Instalados en el nirvana de la euforia perpetua por el crecimiento sostenido de los últimos lustros, imbuidos del carpe diem de la opulencia incesante, lo quisimos todo aquí y ahora aunque fuera vendiendo nuestra alma al diablo de la hipoteca globalizada y de pronto, casi por ensalmo, nos vemos sumidos en un estado de estupor cósmico causado por una conjunción planetaria más extraordinaria que la anunciada por Leire Pajín, la que reúne la quiebra del enorme caudal de fe depositado en el dios Mercado como único garante de la armonía y riqueza terrenales, la súbita conciencia del desvarío turboconsumista, la derrota (¿irreversible?) del pensamiento ilustrado con sus efectos colaterales de idiotización generalizada y pérdida de entidad de las elites dirigentes, y la creciente guerra de trincheras en el discurso político, donde tener razón o tratar de argumentar tiene mucha menos importancia que la victoria de los nuestros.
Este estado de perplejidad cósmica es terreno abonado no sólo para todo tipo de populismos sino para la más amplia cosecha de mayestáticas falacias, como la proveniente de la galaxia liberal que, al más puro estilo de aquellos viejos comunistas que argumentaban que el comunismo no ha fracasado porque nunca se aplicó realmente, insisten en que no ha fallado el Mercado sino que el Estado, con sus torticeras injerencias, es el que lo hecho zozobrar y que con más madera (más bajadas de impuestos y más liberalización) las aguas volverán a su cauce.
El asunto es que en el comienzo de la nueva década nos vemos pobres, gobernados por mediocres (sea la insoportable levedad del zapaterismo, la desfachatez berlusconiana o el histérico hiperactivismo del marido de Carla Bruni), acosados por una internacional terrorista que no ceja en su empeño nihilista y destructivo (nos vamos a enterar de lo que vale el peine de la utópica seguridad en los aeropuertos) y en plena efervescencia del discurso xenófobo y /o demagógico que lamentablemente sustituye al debate serio y riguroso, única vía capaz de articular un planteamiento común y humanitario ( Europa nunca puede perder de vista que hablamos de seres humanos) sobre flujos migratorios e integración social.
Pero no hay que desesperar, puede que hayamos entendido de una vez que el Mercado es la mejor (única) manera de asignación de recursos, pero que tiene que estar sometido a sistemas de regulación transparentes y eficientes, que las normas están para cumplirlas y no para sortearlas con nuestra proverbial picardía, que la Educación es básica para reconvertir no sólo el modelo productivo sino el cultural y, en fin, que se puede vivir de una manera más calmada, restaurando los elementales principios del aplazamiento de la satisfacción de deseos y la sabia renuncia de los claramente irrealizables, el sentido de la responsabilidad, mesura, y prudencia, imbuirnos de la necesidad de unos comportamientos más austeros...
Los que no sabemos si han aprendido algo son nuestros políticos, cómodamente instalados en sus trincheras de eslóganes y obediencia ciega, y que en el fondo no son más que el fiel reflejo de una ciudadanía más proclive a la adhesión inquebrantable que al contraste de pareceres, más amantes del show business (¿qué puñetas pintan en el FITUR de la crisis todos nuestros políticos, además de hacerse la foto?) que de la reflexión, la duda y el trabajo riguroso. Pero esa sería otra.
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