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La presentación, ayer en Barcelona, de la futura ley del referéndum para la independencia de Catalunya supone un paso irreversible en el proceso soberanista catalán. La norma que avala la consulta del 1 de octubre exige la declaración de independencia a las 48 de las votaciones, en el caso de que se obtenga la mayoría, pero sin fijar un mínimo de participación para otorgarle validez.

Un hecho que no se tuvo en cuenta ayer es la ilegalidad de esta iniciativa, quizá legítima para un sector de la sociedad catalana, pero carece del aval jurídico necesario para garantizar su celebración y los resultados. Frente a este desafía cobra fuerza la promesa de Mariano Rajoy de que no se celebrará el referéndum del 1 de octubre. El margen de maniobra es mínimo, porque apenas queda el recurso legal de la intervención de la autonomía catalana, una decisión no exenta de riesgos.

El problema no está en los amplios apoyos que puede recibir el Gobierno de la mayoría de fuerzas políticas de ámbito estatal. La cuestión estriba en un sector, no reducido, de la sociedad catalana que apoya con entusiasmo el proceso soberanista. El acto de ayer confirma que se llega tarde. Quizá.