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Los veranos con niños son una cruz y, aunque sean idílicos, se acaban cuando se hacen mayores. O tal vez no. Depende.

El mecenas Rubió dispuso a su fallecimiento que sus nietos debían seguir veraneando en su finca de Menorca, por norma, y así ha sido también hasta con los nietos de sus nietos claro, en su tranquila casa mediterránea, con playas inaccesibles y vistas a dos mares, más o menos como la Mar-a-Lago de Trump en Florida, pero aquí con una coqueta capilla y sin campo de golf. Y los nietos Rubió nos hemos convertido en inoportunos usuarios del predio, aunque abonemos los gastos. A su vez, o tal vez a cambio, el mecenas dejó su inmensa fortuna a la fundación privada Rubió, regentada finalmente a su fallecimiento por un patronato también vitalicio. Ha corrido el tiempo y llevar la batuta de una ONG cultural en Menorca ha resultado arduo y espinoso, y así, tras casi 30 veranos ya no sé quién ha salido más favorecido con los vitalicios de la altruista herencia Rubió. Por supuesto y tras muchos ensayos y errores, la Fundación Rubió es al parecer ahora y definitivamente un gran legado cumpliendo una necesaria y variopinta misión cultural, deportiva y científica.

Decía el Nobel y medio menorquín Camus que su verano era invencible. Creo que el de Fernando Rubió va camino de ser eterno. Este año que viene se cumplirán 125 años de su nacimiento. La periodista mallorquina Llucia Ramis escribió ayer que crecer es no tener adónde volver y debo confesar que no es mi caso cuando vuelvo a la Isla, a pesar de mis cinco nietos. No he crecido nada si miro la foto de Mongofre y veo los veranos infinitos, con mis niños y luego sus hijos, en la casa del abuelo invencible que quería hacer cosas por Menorca, lo cual me sigue pareciendo una excelente idea.