El Parlament de les Illes Balears ha aprobado este pasado martes la Ley sobre los derechos LGTBI. Una ley que sale con un amplio consenso en las cuestiones centrales de la ley y en aquello que todo el mundo entiende por lógico, es decir, que nadie, ninguna persona, pueda ser discriminada ni perjudicada por razón de su orientación sexual, ni por ningún otro motivo. Pero, en honor a la verdad, también sale con discrepancias serias sobre algunas cuestiones de relieve. Todos compartimos que las personas, por el simple hecho de serlo, han de ser tratadas con dignidad, respeto y justicia; pero esto no justifica determinados aspectos que configuran esta nueva ley.
Basta hacer una rápida lectura de esta ley para darnos cuenta que ésta viene marcada por una fuerte carga ideológica. De hecho, la ideología de género impregna buena parte del articulado de la ley y, de hecho, algunas cuestiones bien significativas, suponen una intromisión intolerable a la libertad individual y a la de determinados colectivos.
El hecho que se desarrolle una ley específica, únicamente para el colectivo LGTBI, y no una de general para combatir todo tipo de discriminación, ya dice mucho de las motivaciones reales de los impulsores de esta iniciativa.
Es cierto, no obstante, que durante el trámite parlamentario ha habido voluntad de diálogo y consenso por todas las partes, pero también es cierto que algunas cuestiones muy importantes no se han podido introducir en la ley.
A pesar de este esfuerzo de consenso, la ley LGTBI nace con un fuerte componente intervencionista, de forma que, por poner un ejemplo, obligará a todos los centros educativos a promover, potenciar y visibilizar la cultura homosexual, aun contraviniendo la autonomía o el ideario del centro.
También obligará a los medios de comunicación, tanto públicos como privados, a visibilizar la realidad homosexual y hacer ostentación de la misma, sin tener en cuenta la libertad de prensa y la independencia que han de mantener estos medios.
Y para asegurarse que este intolerable intervencionismo sea una realidad, y las escuelas y los medios de comunicación difundan convenientemente la ideología de género, se creará un Consejo LGTBI que velará, cual tribunal de la inquisición, de que esta ley se cumpla. Para ello, la ley prevé un prolijo y exagerado régimen sancionador.
Y si a alguien todo esto le supiera a poco, la ley además mantiene la inversión de la carga de la prueba, es decir, elimina la presunción de inocencia, de forma que quien sea denunciado por homofobia deberá demostrar su inocencia y no el acusador la culpabilidad del denunciado. Esta ley vulnera, por tanto, aparte del sentido común, uno de los pilares sagrados de un estado de derecho.
Todos estamos de acuerdo en que nadie se ha de sentir discriminado, de que hemos de crear todos los mecanismos posibles para que todo el mundo, con independencia de su raza, religión, sexo, orientación sexual, etc., sea respetado y pueda vivir dignamente y en paz. Pero, de este principio general en el que todos podemos estar conformes, la Ley LGTBI introduce otros elementos extremadamente ideológicos y de un intervencionismo insano.
La ley incluye algunas de las enmiendas que el Partido Popular había presentado. Unas enmiendas que, afortunadamente, suavizan algunos aspectos del articulado, pero otras enmiendas, las más sustanciales, sin embargo, no han sido aceptadas. De hecho, no se han incorporado al texto, precisamente, aquellas enmiendas que rebajaban la carga ideológica de la ley, las que hubieran garantizado la independencia de los medios de comunicación y la autonomía e ideario de los centros educativos y las que hubieran evitado futuras cazas de brujas. La ley sale con un cierto consenso, pero todavía con muchos puntos por mejorar.