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Nada de lo que hay de malo en mí se lo debo a él, pero sí gran parte de lo bueno. Aprendí gracias a su ejemplaridad que la bondad existe, que la santidad se personifica en ocasiones, que el amor hacia el trabajo bien hecho es una manera de solidaridad, cuando no de caridad, que regalar tiempo a los otros es evangelización, que socorrer al prójimo puede ser pilar de una vida, que hay amigos sin medida que se convierten en padres… Jaume Pons Vázquez fue todo eso y más. Y me repugna que la vida fuera, incomprensiblemente, tan desatenta con él. Aunque le dio una esposa, María (y unos hijos), que, de manera incuestionable, lo amó, con hechos, hasta el extremo, con constancia, ternura sin reposo y heroísmo.

Y, amén de desatenta, la vida ha sido, en esta ocasión, también, especialmente estúpida al infringirle tanto y tan incomprensible dolor: el físico, pero también el moral ante el volumen de tan impensables y vomitivas ausencias de afecto merecido…

La vida ha sido, sí, ridículamente tonta, porque dejó marchar de su lado -y a la postre del nuestro- a un hombre bueno, a un excelente profesor, a quien tuve por compañero, por maestro, por director, por amigo, por hermano, por padre… Ya nada será igual, Jaume, nada… Solo te ruego que me esperes, ahora ya libre de las limitaciones inaceptables, para que en el futuro reencuentro podamos abrazarnos, ajenos ya a las miserias que, en ocasiones, tan solo los humanos somos capaces de crear…