"Noi, aplaudeix que açó no ho hem vist mai aquí", me dijo una mujer entusiasmada, sentada a mi izquierda en el gol sur del Camp Nou el 28 de octubre de 1973. Johan Cruyff vestía por primera vez en partido oficial la camiseta del FC Barcelona y cada intervención de las muchas que hizo aquella tarde dominical asombraban a la sufrida parroquia culé. Con apenas 10 años, mi padre agarró fuerte mi mano temeroso por el estado de excitación que crecía a nuestro alrededor a medida que 'el maestro' plasmaba sobre el manto verde acciones estéticamente sublimes y futbolísticamente armónicas y precisas. Comprendió el hombre que su hijo acababa de descubrir al ídolo que le vincularía definitivamente a la pasión por el bien llamado deporte rey. La cita cada quince días en el Camp Nou sería obligada a partir de entonces.
A ese primer partido ante el Granada le sucedieron los del resto de la temporada y las cuatro siguientes en las que Cruyff gobernó al club desde el campo en toda la extensión de su palabra como haría casi diez años más tarde ya convertido en técnico. Echó a entrenadores, fichó a jugadores... Solo ganó dos títulos, cierto, pero las dosis de su fútbol equivalieron a trofeos puntuales inolvidables.
Le veía esconderse muchos domingos en campo contrario e incluso en casa llegaba a situarse como defensa libre o ejecutaba los saques de banda para desesperación de los aficionados. No es de extrañar, por tanto, que la hinchada le dedicara alguna que otra pitada merecida pero le bastaba con agarrar un balón próximo al área rival para hipnotizar a todo el estadio con un cambio de ritmo colosal -sin duda, el mejor de la historia del fútbol- o una finta imposible con la que provocar la jugada del partido atravesando en perpendicular el área. Así fue Cruyff, genio rebelde en el Barça, como lo había sido antes en el Ajax o en su Selección, después de su primera temporada para la historia con aquel 0-5, recurrente escarnio madridista en el mismísimo Santiago Bernabéu.
Nadie ha jugado al fútbol con tanta elegancia como el holandés. Nadie ha dominado un encuentro como lo hacía Cruyff. Nadie ha conseguido reunir plasticidad, prestancia, estética y eficacia como lo hizo Johan. No se trata de establecer comparaciones con Kubala, Schuster, Ronaldinho, Ronaldo o Messi, los otros dioses del olimpo azulgrana, entre otras cosas porque estadísticamente el argentino arrasa con todos los merecimientos. Pero la influencia de Cruyff en Barcelona aparece como un legado imperecedero, forjador de la idea que ha convertido al Barça en el rey del fútbol mundial, prácticamente desde el inicio del nuevo siglo.
Desde el banquillo Cruyff convirtió lo imposible en posible hasta conseguir declarar el estado de felicidad, de positivismo en el club en contra de su victimismo secular, a partir de los éxitos deportivos y la trascendencia mundial del sorprendente y arriesgado sistema de juego que han mejorado sus continuadores.
Hoy, pocos días después de su prematura muerte, es fácil que los recuerdos de su primera época en azulgrana aparezcan en los que éramos niños en los 70 e imitábamos su forma de andar, de correr o de golpear el balón con el exterior del pie. Referente entonces, referente después, referente siempre. Nos queda, felizmente, todo lo que hizo, que fue mucho y muy bueno. Cruyff, Cruyff, Cruyff...
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