Si hay un fenómeno que ha lastrado tristemente nuestra Transición, es el de la corrupción, especialmente en su versión política. No sé cuántos casos hay abiertos hoy en España ni hasta qué año nos avergonzaremos del uso que han hecho unos pocos del poder. Dieciséis se ha tardado en llevar a juicio a los responsables de un perverso sistema de financiación de un partido catalán. Al final, ¿para qué tantos años? Por supuesto, nuestro Código Penal recoge todas sus figuras delictivas, pero parece que no son suficientes. Incluso las Naciones Unidas lo relacionan con la violación de los derechos humanos. En su convención de octubre de 2003 declaran que «el tráfico de influencias o en forma de obtener favores ilícitos a cambio de dinero o de otras formas constituye una vulneración de los DDHH por cuanto entraña violación del derecho de igualdad ante la Ley».
Mariano José de Larra (1809-1837) el sensible testigo de su tiempo, desengañado del liberalismo de Martínez de la Rosa y de Mendizábal, «pues sólo habían servido para beneficiar a limitados sectores sociales», volvería a denunciar hoy una extendida corrupción difícil de conocer por el alcance de sus tentáculos y cuyo peor efecto es una generalizada desazón, una sensación de desconfianza de todos contra todos.
Por supuesto, no acuso a una mayoría de nuestra sociedad que es honesta, incapaz de quebrar un orden social por mor de la riqueza adquirida ilegalmente. Hace unas semanas un empleado del servicio de limpiezas de Palma de Mallorca recogió una cartera conteniendo mas de seis mil euros. Imagino el estado de ahorros del buen funcionario, pero en su fuero interno no apareció la duda. Sabía que aquello no era suyo , que perjudicaba a otro y devolvió la cartera.
Pero hay otra gente que no actúa igual, gente especialmente nociva, que utiliza el poder como baza. Y a pesar de nuestro buen sistema judicial, tenemos la sensación de que no se ataja con la debida contundencia. ¿Cuántos casos llevan más de dieciséis años? ¿Cuántos sobre financiación de partidos se han archivado? ¿Quién pagará la corrupción de Unió?
Lo más triste es que nuestra sociedad, que ha hecho del dinero un dios, adula, venera, a las personas que ostentan, que exhiben, que escandalizan con las riquezas que han conseguido entre el lodo de la corrupción. La misma sociedad que denostará e insultará al denunciado cuando el primer telediario anuncie su imputación o detención. Entonces –incluso– prejuzgará.
Larra nos hablaba de los nuevos caciques de pueblo reverenciados por el alcalde, el cura y por el cabo de la Guardia Civil. Hoy los caciques visten y se mueven en otros ámbitos. Pero son los mismos. Con guante blanco gestionan recalificaciones urbanísticos, blanquean o divierten fondos, utilizan su «prestigio» político para dirigir gabinetes asesores, o servicios jurídicos marcados por la etiqueta: «si lo quieres conseguir, dirígete a él». Son verdaderos conseguidores, cuando un elemental código ético debería impedirles trabajar en temas técnicos o jurídicos de los que han sido responsables políticos.
Por supuesto, la corrupción se extiende en más formas, las corruptelas. Y no son todas económicas. Tristemente constatamos la permanencia del «derecho de pernada» medieval, mucho más cruel hoy, cuando las condiciones de falta de trabajo obligan a buscarlo de cualquier forma. No me refiero a las relaciones consentidas –pagadas o gratuitas–, ni siquiera a las inclinaciones sexuales. Me refiero a las que el Código Penal define como abuso de poder por razón de cargo, capaces de contaminar todo el tejido social.
De otras corruptelas no se libra ningún trozo de nuestra sociedad. Uno de mis lectores me alerta con lealtad de la existencia de casos tanto en Fuerzas Armadas como en la Guardia Civil. Para nada mi desconocimiento entraña ocultación. Pero son casos individuales o de grupos determinados y estoy seguro de que recibirán respuesta penal rápida y contundente. No dejan de ser corruptelas los «días para asuntos propios» conseguidos por ciertos colectivos en convenios en los que se priorizaban derechos sobre deberes. Como no duden que se esconden corruptelas entre algunos de los que se oponen a la privatización de la gestión de ciertos centros de salud, porque ven perder las comisiones de laboratorios o verán restringidos sus flexibles horarios laborales que comparten con centros privados o de enseñanza.
Si queremos extraer «lecciones aprendidas» de la actual crisis, hay que atajar con todos los medios –Justicia, comunicación, enseñanza– la perversa hidra de la corrupción que nos acompaña en nuestro tránsito democrático desde los primeros días de la Transición. No creo que nadie pueda cuantificar su coste económico. Pero su verdadero coste es social, rompe la cohesión, quiebra el concepto de unidad de bien común.
Contundencia , rapidez y ejemplaridad serán las mejores armas contra esta corrupción que, y al final, nos puede romper.
Publicado en "La Razón" el 9 de enero de 2013
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