El diseño de Yugoslavia procedía del Congreso de Berlín de 1878. Parecía que el rey serbio Alejandro I, tras liberar a croatas y eslovenos del yugo de los Habsburgo había conseguido la unidad de aquellos pueblos, producto del cruce de culturas y religiones, pero en el periodo entreguerras el modelo comenzó a resquebrajarse. En 1941 fue invadida por Alemania que contaba con la adhesión de los croatas. Monárquicos serbios y comunistas de Josip Broz «Tito» formaron un movimiento partisano que consiguió liberar Belgrado con ayuda soviética. Tito, precisamente croata de nacimiento, organizó el país –«unidad y fraternidad»– como federación de seis repúblicas, Eslovenia, Croacia, Bosnia, Macedonia, Montenegro y Serbia, que a su vez incluía dos provincias autónomas, Kosovo y Vojvodina. El país gozaba de una de las sociedades más libres de la Europa oriental y de unos altos índices en educación, en sanidad y en deporte.
Todo se vino abajo diez años después de la muerte de Tito en 1980.En tres años, dos guerras civiles, 100.000 victimas, dos millones de desplazados.
Aparecimos los españoles en escena en julio de 1991 en forma de Observadores de la Unión Europea, desarmados, vestidos de blanco. La utopía de la paz llevada a extremos que rayaban en el esperpento. A la vez se diseñaban planes de contingencia en un cuartel general francés ubicado en Metz. Los oficiales de los diferentes países europeos vestíamos de paisano, nos alojábamos en hoteles diferentes y debíamos mantener el secreto de lo acordado.¡La Europa vergonzante! La Resolución 743 del Consejo de Seguridad de noviembre 1991 ya decidió el despliegue de contingentes internacionales, que España asumió en Consejo de Ministros el siguiente 28 de Agosto de 1992. A finales de año llegaría al puerto croata de Split la primera Agrupación formada con tropas de la Legión que mandaba Javier Zorzo. Lo que en principio se trataba de escolta de convoyes humanitarios, se transformó pronto en necesaria fuerza de interposición entre los bandos y acabó siendo instrumento de «imposición de la paz», puro Capítulo VII de la Carta de Naciones Unidas, tras la firma de los acuerdos de Dayton en 1995.
Esto lo han vivido durante dieciocho años más de cuarenta mil españoles, la gran mayoría del Ejército, con la leal participación de Infantería de Marina, con un coste de 23 muertos –uno de ellos intérprete– y el doble número de heridos. Difíciles de cuantificar las horas de esfuerzos, de sacrificios, de preocupaciones familiares, de incertidumbres políticas, de tomas de decisiones bajo presión. Pero toda una generación ha crecido en madurez y experiencia; toda una generación ha sido vacunada contra los efectos de los nacionalismos excluyentes.
La ministra Chacón, bien arropada por amplio aparato de prensa, cerró esta semana nuestra presencia formal en el país, aunque operativamente la misión se hubiese cerrado el 18 de junio. Las elecciones del pasado 3 de octubre justificaban una presencia residual de un corto contingente de Infantes de Marina, que fue el despedido este día. Me pareció bien el mensaje de la Ministra, relacionando las dudas que en su momento planeaban sobre Bosnia –«esto no tiene remedio», «siempre será una paz entre alfileres», «el laberinto no tiene salida»– con la actual misión de Afganistán. Mensaje positivo: si se esfuerza, si se sacrifica, si se trabaja, se alcanza el éxito.
Eché de menos, no obstante, en la amplísima comitiva, al Jefe de Estado Mayor del Ejército como representante del mayor esfuerzo desplegado, el de mayor sacrificio en bajas. Eché de menos en la Plaza de España al general Carvajal nombrado Hijo Adoptivo de Mostar en 1996 por el alcalde Ivan Prskalo. Eché de menos a los entonces coroneles Zorzo y Ángel Morales que mandaron las primeras agrupaciones. Pero la deuda no es sólo con ellos. Es con los actos heroicos de muchos de nuestros soldados, silenciados vergonzosamente por una sociedad remisa a admitir que aquello también era una guerra. Y me apunto mi parte de culpa por no haber podido o sabido ponerlos en valor en determinados momentos. Creo llegada la hora de abrir archivos, de analizar propuestas de los jefes de contingente y de hacer justicia, máxime cuando se han cometido insultantes agravios comparativos.
No los puedo citar a todos, pero no puedo olvidar al teniente Arturo Muñoz Castellanos, que a sus 28 años, murió en mayo de 1993 descargando personalmente bolsas de sangre y suero frente a un hospital musulmán; o al Teniente Coronel Monterde que evitó un Srebrenica en abril del mismo año al salvar a 230 croatas en siete horas de presión y amenazas personales; o al capitán Fernando Álvarez destrozado por una mina croata en la presa de Salakovac; o al capitan Millán –«excepcionalmente valiente en condiciones extremas», en informe firmado por el Jefe de las Fuerzas–; de los tenientes Vargas, Francisco Cabo, Pujol de Lara, Jorge Balanyá Vidal ; de los sargentos Jorge Fernández y Mariano Vicente; de Maximino Serrano, del cabo 1º José Muñoz Santiago, del cabo Óscar Jiménez. Siento dejarme a muchos mas. Ahora es tiempo, insisto, de honrarlos a todos. Es tiempo de reconocer lo que les debemos por su ejemplo y su sacrificio. Sólo entonces podremos decir «misión cumplida».
Artículo publicado en "La Razón" el 21 de octubre de 2010
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