Estar medio anclado en la Edad Media tiene para un país como Afganistán muchos inconvenientes, pero también algunas ventajas. Una bien dirigida filtración del New York Times del pasado día 13 daba cuenta de la cuantiosa oferta de riquezas minerales que albergaba el subsuelo afgano. Es curioso que la noticia procediese de fuentes más cercanas al Departamento de Defensa que las de un departamento relacionado con las minas como es el US Geological Survey, que desde hace cuatro años trabaja en la provincia afgana de Ghazni.
Ha interesado hablar de ello en estos momentos en que la guerra parece estancada y se juega con tiempos y plazos, y cuando no se superan crisis internas en países que forman la coalición internacional de ISAF. En resumen, se habla de prometedoras riquezas mineras cuando apremian las opiniones públicas por conocer la fecha de salida de aquel complicado rompecabezas. Súmese a todo ello la crisis interna del Gobierno Karzai, sus dificultades por conseguir la gobernabilidad del país y limpiar la corrupción que invade a muchas de sus estructuras de poder. Ha vuelto a airearse el supuesto soborno chino al anterior ministro de minas, Ibrahim Adel, cuando en 2007 concedió por 30 años la explotación de las minas de cobre de Aynak, en la provincia de Logar, al sureste de Kabul, minas bien conocidas por británicos y rusos en décadas anteriores. La dimisión del jefe de los servicios secretos y del ministro del Interior, considerados como los elementos más eficaces del Gobierno, no deja de ser un indicio preocupante en un Ejecutivo que aún mantiene a casi la mitad de sus ministros –11 de 25– con carácter interino.
El mensaje norteamericano tiene, en mi opinión, dos lecturas. La primera: «Afganistán tiene viabilidad económica a medio plazo, si se saben explotar sus abundantes riquezas. Punto. Nosotros nos vamos a casa, que esto es muy complicado y peligroso». Anexo a esta primera lectura. Mis amigos médicos bromean con el desmayo del buen general Petraeus, hoy en delicada posición política, en el Congreso de Washington, relacionándolo con las propiedades del litio como antidepresivo. Bien se sabe que entre las riquezas anunciadas, cobre, hierro, oro, cobalto, esmeraldas, rubíes, cunzitas y lapislázuli, el litio ocupa un lugar preeminente al considerarse los yacimientos afganos superiores incluso a los bolivianos, que nutren parte importante de nuestra demanda de baterías, pilas, telefonía móvil y PC. Pero hay una segunda lectura más peligrosa. Ya encontró duras y soterradas competencias Rusia cuando inició prospecciones hace décadas. Y ya hemos visto cómo se ha adelantado China a Occidente en Aynak. Las guerras industriales no reconocen fronteras y son más crueles que las puramente militares. Recordemos los intereses de las –entonces, bajo protectorado español– minas del Rif y su tremendo coste en vidas y sacrificios. Más recientemente, pensemos en la riqueza de los fosfatos que albergaba la mina de Bucraa en nuestro antiguo Sahara. Lo que fue anunciado por el Régimen y por el INI como gran triunfo de la tecnología española y segura riqueza para el pueblo saharaui se convirtió prácticamente en un fracaso de ambas partes, que salpicó –salpica– a muchas otras, como las Naciones Unidas. ¿Qué pecado entrañaba Bucraa? Que desequilibraba el precio mundial de los fosfatos controlado por un lobby norteamericano que explotaba yacimientos de menor rendimiento en Marruecos. Ley de la oferta y la demanda. Mayor oferta por cantidad y calidad en Bucraa, precios a la baja, menor negocio. «Esto no puede ser». Tras la dirigida Marcha Verde y nuestra salida del territorio ¿quién gano y quién perdió con la firma de aquellos tristes acuerdos de Madrid? España perdió prestigio, sus Fuerzas Armadas, ninguneadas. Tuvo que abandonar una importante plataforma marina para sus pesqueros, renunció a sus riquezas minerales y puso a las Islas Canarias frente a un territorio en situación de inestabilidad aún hoy no resuelta. Marruecos ganó kilómetros cuadrados a costa de un enorme esfuerzo económico y mantiene en la región una situación no estabilizada ni consolidada internacionalmente. El pueblo saharaui, cuyos dirigentes traicionaron sin visión de futuro sus lazos con España, sólo ganó meterse en una cruel y desigual guerra y marcharse exiliado a un rincón de Argelia. ¿Quién ganó, pues? Los mismos que invirtieron en la Marcha Verde, los que siguen controlando el precio mundial de los fosfatos. Nunca será difícil sobornar a un ministro por treinta monedas –treinta millones de dólares en la moderna versión afgana–; siempre resultará fácil embaucar a un pueblo hablándole de libertad e independencia. ¡Ya tienen libertad e independencia los saharauis en Tinduf!
Las declaraciones sobre las riquezas del subsuelo de Afganistán siguen siendo buenas noticias, si en los próximos 10 o 15 años se hacen las cosas bien. ¡Aquí tienen una buena labor las Naciones Unidas! Pero si no se hacen bien, si el pueblo afgano percibe –directamente o inducido– que se les expolian sus riquezas, el conflicto nos arrastrará a todos, debilitará aún más nuestras frágiles conciencias de defensa y se producirán especialmente en Europa y otros países, en periodos electorales y de cambios de gobierno, deserciones importantes que dificultarán aún más los intentos de convertir a Afganistán en un Estado gobernable.
Hagámoslo así, porque no está el horno en la zona –Kirguizistán, Uzbekistán, Cachemira– para más bollos. Espero y deseo que seamos conscientes de lo que nos jugamos. Y no sólo el litio para nuestras depresiones.
Artículo publicado en "La Razón"
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