Enfundados en monos blancos, mascarillas y guantes para evitar el contacto con el fuel, los encargados de limpiar el chapapote actuaron sobre 800 kilómetros de costa. | GemmaAndreu
El 13 de noviembre de 2002, a las 15.15 horas, el buque «Prestige» lanzó la primera llamada de socorro a Salvamento Marítimo. Azotado por un fuerte temporal atlántico, a 28 millas del cabo de Finisterre, el barco había sufrido una vía de agua y estaba escorado en unos 30 grados. A bordo de la nave viajaban 24 tripulantes, el capitán, el primer oficial y el jefe de máquinas. Pero en las tripas de la embarcación viajaban también 77.000 toneladas de crudo que enseguida emergieron como la amenaza de una gran catástrofe.
El petrolero, un viejo monocasco liberiano fletado por un armador griego bajo bandera de las Bahamas y 243 metros de eslora, tenía 27 años y su última y desastrosa derrota iba a producirse frente al litoral gallego, en un naufragio agónico. El 19 de noviembre, después de haber cubierto 243 millas (437 kilómetros) tras una maniobra errática y desesperada, pactada entre el Gobierno y el armador para alejarlo de la costa, el buque se partió en dos y se hundió a 3.000 metros de profundidad. El grueso de la tripulación había sido ya evacuada en las primeras horas del accidente y el 15 de noviembre, tras pisar tierra, fue detenido el capitán Apostolos Mangoulos.
Los peores pronósticos de una gran catástrofe ecológica se cumplieron de inmediato y el veterano petrolero, con el prestigio hundido para siempre, empezó a desangrarse con un vómito de crudo que, imparable pese a los esfuerzos, infestó el mar e inundó la costa gallega en su enorme extensión llegando a afectar a 800 accidentados kilómetros lineales.
El desastre ecológico se estampó contra las rías y riberas de la Costa da Morte, tiñendo de luto riguroso un panorama desolador. Miles de aves perecieron. La flota pesquera quedó amarrada en los puertos. Tuvieron que cesar las actividades de marisqueo y en las bateas. Y la economía de la zona quedó también varada en la incertidumbre más pesimista.
Surgió entonces la plataforma «Nunca Mais», promovida desde el Bloque Nacionalista de Galicia (BNG) que tomó prestado el lema del proceso a la Juntas Militares Argentinas, a su vez inspirado en el grito de repulsa contra todo lo que ocurriera en el guetto de Varsovia. Hubo también un intento diseñado de hacer más visual la campaña con el emblema de una bandera autonómica de Galicia que cambió el fondo blanco por el negro rotundo.
Se vio así como una marea de indignación podía o pretendía arremeter en sucesivas embestidas contra el Gobierno de mayoría absoluta que entonces presidía José María Aznar, y también contra la línea de flotación de la Xunta, que pilotaba Manuel Fraga Iribarne, en respuesta a las decisiones adoptadas en las primeras horas del siniestro.
Pero surgió igualmente un movimiento, mucho más espontáneo, de voluntarios altruistas que en los primeros días empezaron a arribar a Galicia, con ánimo solidario y quizá rebelde. Y detrás de esos primeros gestos de sentimiento ecologista de la sociedad civil de tierra adentro, los gobiernos autonómicos empezarían a organizar dispositivos para enviar contingentes de ayuda personal y material para contribuir a retirar el engrudo que embadurnaba los recodos del litoral.
Movilización en Menorca
En Menorca, las primeras reacciones empezaron a hacerse visibles pocos días después de la catástrofe. Entonces ya estaba clara la tendencia a una movilización generalizada de ayuda que se focalizaba hacia la tierra perjudicada, y que también en la Isla se manifestaría con donaciones económicas y sucesivos peregrinajes a Galicia para participar en las labores de limpieza, y cuando no, en cooperación logística.
El GOB hizo asimismo una llamada a la colaboración y colecta económica, y a título individual alguno de sus activistas reprendió públicamente a las autoridades por no haber despertado aún a la llamada del chapapote. El Ayuntamiento de Maó comprometió luego 6.000 euros de aportación económica y a los pocos días salía la primera expedición de voluntarios, como una avanzadilla algo organizada. Pertrechada con material y equipamientos (guantes, mascarillas, palas, etc.) donados por la empresa Hijos de J. Sintes y por la organización ecologista. El 26 de enero del nuevo año 2003, se celebró una fiesta a beneficio de los damnificados, que congregó a unas 5.000 personas en el recinto ferial de SEBIME.
El desplazamiento de voluntarios se convirtió pronto en una corriente de corresponsales, donde testimonios directos informaban, a su regreso, a los menorquines a través de los medios de comunicación local, y fundamentalmente el diario MENORCA, de las ilusiones y desdichas en el frente del chapapote. Allí, en la Galicia exterior que mira ensimismada al horizonte abierto, confluían contingentes de personas llegadas de todos los rincones de España, y también del exterior. Oleadas de voluntarios, que coincidían con una cierta desorganización, que nada tiene de raro en una situación desbordante y súbitamente improvisada como fue aquella.
Como las sucesivas embestidas de mareas negras persistían en abrazar a traición la costa gallega e inundarla de engrudo, arruinando el trabajo anterior de los voluntarios que habían despejado ya una zona concreta, el Govern balear montó su dispositivo de ayuda y se comprometió a mantenerlo entre enero y mayo de 2003.
Semana tras semana, hasta cerrar la cifra de final, de unas 800 personas (y de éstas unos 80 menorquines) irían saliendo remesas de colaboración desde el archipiélago. Había, sí, por parte de Balears una coordinación a cargo del cuerpo de bomberos y miembros de protección civil, que en el punto de destino reconocían y agradecían. Aun siendo más caóticas, otras corrientes de solidaridad eran, igualmente, bienvenidas.
El dispositivo organizado por el Govern incluía asistencia médica. No hay que perder de vista que la batalla contra el chapapote, en las inclementes condiciones del invierno feroz, el ambiente irrespirable en un entorno emponzoñado de fuel, y a lo mejor las condiciones físicas de voluntarios entusiastas pero no entrenados para tales tareas o incluso mal equipados, podían ser causa de desvanecimientos, erosiones en la piel, heridas u otras lesiones que convenía atender.
En aquellos primeros meses, tampoco se conocía el alcance y las consecuencias que a futuro pudiera dejar la marea negra que no cesaba. Cómo afectaría a la fauna y flora del litoral, a los microorganismos marinos, pero también a los habitantes de ese entorno en su actividad cotidiana, en su estado de ánimo, en su economía y en su salud.
A finales de febrero, cuando había una regularidad y ya algo de control sobre el funcionamiento de las remesas de expedicionarios, el diario MENORCA fue invitado a participar en misión informativa en una de las salidas, para captar las impresiones de todo ese bien, de todo ese mal.
La fotógrafa Gemma Andreu –que había sido ya voluntaria pionera—y quien firma esta crónica del recuerdo en blanco y negro que coloreaban la esperanza y el desaliento, nos desplazamos a la zona cero, al municipio de Camariñas, situado en una bocana de las Rias Baixas.
Para un periodista local –y para cualquiera— son situaciones extraordinarias aquellas en las que fuera del ambiente y del entorno cotidiano corresponde construir el relato informativo de lo que sucede, sin otro apoyo y otros recursos que la experiencia ganada en la profesión.
Las crónicas de entonces, fijadas en la hemeroteca, son hoy fuente de la memoria que hay que reactivar para reproducir aquellas vivencias.
Como punto de arranque, anotamos entonces y ahora la anécdota según la cual el contingente de final de febrero de 2003, la sexta expedición balear, tres meses después del accidente, coincidió en el vuelo hacia Madrid (para enlazar con Santiago) con quien era ministro de Medio Ambiente, Jaume Matas.
De Matas a Rajoy
Siempre sonriente, Matas. A pesar de la especificidad de su cartera ministerial y la implicación que sería de esperar en el asunto que ocupaba la atención nacional e internacional, el ministro balear tuvo escaso e irrelevante papel en la crisis del «Prestige». El presidente del Gobierno se la encomendó mejor a quien a la sazón era su vicepresidente, Mariano Rajoy, de quien cabe suponer mayor dominio y conocimiento de la idiosincrasia gallega y temple en las adversidades.
Por cierto, la controvertida decisión de alejar el barco de la costa (en lugar de darle refugio en un puerto —¿qué puerto habría aceptado tal maldición?— y controlar posibles fugas) habría salido del Ministerio de Fomento, que comandaba Francisco Álvarez Cascos.
Matas aterrizó en Madrid y los voluntarios, donde los menorquines eran pocos, enlazaron vuelo hacia Santiago. De allí hasta Camariñas, un camino de curvas en una tierra accidentada y verde entre brumas de saudade.
El municipio de acogida, extenso y remoto, tenía hace veinte años menos de 7.000 habitantes, muy diseminados en sus parroquias, y se veía abocado a una decadencia demográfica, con la pérdida de un 10 por ciento de población puesta en fuga por la llamada del empleo en la comunidad canaria, que entre servicios turísticos y construcción estiraba la migración de familias enteras.
¡Siempre la emigración, que ha hecho del gallego un exponente universal de transpatriado! Dos décadas después, Camariñas, sigue siendo un ejemplo de la España vaciable, y apenas remonta los 5.000 habitantes.
En ese entorno se vivía el combate desigual contra la agresión medioambiental que había provocado el hundimiento del buque y el vertido del combustible que llevaba en bodegas.
Camariñas era solo un punto más entre otros dispuestos a lo largo de los 800 kilómetros de litoral (de un contorno de casi 1.200 kilómetros) que contrajeron aquella peste negra, pero representativo de una realidad muy diferente a nuestro «finisterre» mediterráneo.
La crisis del «Prestige» ahondó en una fractura social. En la primera línea de mar, un puerto de poco abrigo que ganaba proximidad al océano, tenía amarrada la flota pesquera. El paro forzoso obligó al Gobierno a reparar el perjuicio económico a razón de 1.200 euros al mes por pescador. Pero la llegada del subsidio tranquilizador y pacificador, arrancó a los hombres de las tareas de limpieza en las que inicialmente se habían implicado para salvar su mar y su sustento. Volvieron mayoritariamente a la taberna y al dominó, mientras los voluntarios y efectivos del Ejército arañaban engrudo de la costa y retiraban pegajosas «galletas» de alquitran rebozadas de arena, en las playas gallegas. Y el perjuicio se cebó entonces en los jubilados, que ya no podían tentar la pesca barata, y en los furtivos que quedaron al margen de todo subsidio.
La implicación de la población local, según decían suspicaces testimonios, solo se mantuvo en la profundidad de las Rías Baixas, con la supuesta intención de cumplir objetivos y la secreta aspiración de que los militares abandonaran cuanto antes la zona y pudiera reanudarse la consabida penosa actividad de narcotráfico que proclamaban algunos ostentosos cuellos ribeteados de gruesas cadenas de oro en sus salidas noctámbulas.
Reconocían la abulia y el desinterés y el absentismo, desde el dolor y la vergüenza paisana, los coordinadores políticos y civiles de una de las operaciones más voluntariosas y extensas, en tiempo y superficie, que ha conocido este país en las últimas décadas. De la veracidad de aquellos testimonios daba cuenta el bar del pueblo, ambientado en sus paredes con las fotografías de históricos naufragios que han urdido el apelativo de la Costa da Morte, rebosante de parroquianos. Las mujeres, palilleiras sin remedio y por tradición, mantenían imperturbable su empeño en la confección rítmica y sonora y célere de maravillosos encajes de bolillo, como a menudo exige ayudar a la economía familiar, a un rendimiento de céntimos por hora.
Pero en aquellos días, Camariñas sentía el latido especial de los voluntarios, que en más de una ocasión ni pudieron acercarse a la orilla, ahuyentados por vendavales y temporales de riesgo. Algunas expediciones fracasaron en ese intento, pero incluso así el ánimo compartido por los brigadistas medioambientales ayudó de forma considerable e insólita a la economía local, acostumbrada a inviernos de poca presencia y mucha desolación. Desabridos, desapacibles y monótonos.
Un insólito revivir
De repente el pueblo, como otros puntos de la costa castigada, cobró animación, revivió de forma insólita y desplegó todos los recursos de acogida, hospedaje, manutención, pequeño ocio y moderado negocio del souvenir que demandaban los voluntarios para atesorar un recuerdo de la aventura. El pueblo acogía de 150 a 200 voluntarios diariamente.
El primer teniente de alcalde, Antonio Alonso, un socialista avezado en todas las áreas de gestión municipalista prolongada, torrero del faro de cabo Vilán, guiaba las operaciones desde su puesto de mando en la Casa do Concello. Tan absorbido estaba por las dificultades que aquejaban su territorio y por conseguir precisión logística de la Casa da Pedra, el centro neurálgico de avituallamiento de los voluntarios, que apenas tenía la perspectiva de la catástrofe mucho más generalizada.
Alonso sí sabía, en cambio, que en aquellos momentos se retiraban de forma artesanal, palmo a palmo, de 6 a 7 toneladas diarias de fuel, cuando en los orígenes la operación importaba volúmenes de 10 a 20 toneladas diarias. Vislumbraba el concejal un panorama negro, para veinte años, por lo menos, pero un buen verano por las revisitas de los voluntarios a las zonas de intervención, acompañados de sus familias, como premonición de la morriña cooperante.
El coordinador civil del operativo, un ingeniero industrial gallego que dejó la tierra adentro de Toledo para responder a la llamada de su tierra, Jaime Osset, fue más certero, quizá más comedido o más esperanzado, y ya en aquellos momentos habló del resurgir de la vida, de los brotes verdes (valga la ironía) que aparecían en zona ya lavadas de alquitranes y pringues. Un pronóstico, aún así colmado de incertidumbres sobre la reacción medioambiental.
En el mes de abril los «hilillos» negros aún brotaban del casco del buque a pesar de todos los esfuerzos e inversión aplicados para sellar las fisuras y cegar el vertido para siempre y zanjar ese episodio para «nunca mais».
También un menorquín, Joan Mercadal, participó en aquella delicada y desesperante operación a bordo del remolcador «Ria de Vigo», para dar apoyo al buque «Atalante», base de operaciones para el submarino «Nautilus» que debía cerrar las bocas del petrolero hundido en su triste final y acallar el lamento. Dos meses embarcado entre marejadas que agitaban olas de tres metros en aumento y la experiencia de la vida dura de los hombres atlánticos, fue su contribución a la causa.
En mayo, la flota volvía a faenar y se reanudaba también la actividad del marisqueo y las bateas de cultivos marinos. Y las expediciones de solidaridad se fueron disolviendo hasta desaparecer en ese pasado opaco y convertirse en recuerdo. La gran pesadilla se había disipado.
Por poner cifras oficiales y tal vez astronómicas las sucesivas expediciones de Balears habían llegado a retirar 700 toneladas de fuel.
Veinte años después Galicia siente aún dolor por el naufragio del buque que hizo poner el foco de todas las miradas en una tierra extrema, batida por el mar y arañada por sus zarpazos, pero al fin de arenas blancas aunque con un pasado luctuoso y peregrino.
1 comentario
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M'agradaria sebre quants del que habitualment insulten aqui al GOB eran a Galicia pel chapapote.