Martí Carbonell mantiene un vínculo con Argelia que surgió cuando era solo un adolescente. Su familia había acogido niños saharauis y ese fue el motivo de su primer viaje a Tindouf, al suroeste del país, donde están los campamentos de refugiados. Tenía 16 años. «Y me gustó tanto que continué yendo», recuerda. En uno de esos viajes, con muchas horas de escala en el aeropuerto de Argel, decidió salir y visitar la ciudad «y me encantó, desde ese momento quise conocerla más». Ese amor a primera vista con la capital argelina estaba además abonado por las historias que había escuchado en su casa sobre la presencia menorquina en ese país norteafricano: sus abuelos paternos habían formado parte de la oleada migratoria de la primera mitad del siglo XIX. «Había leído mucho sobre el tema, me interesaba y quería conocer más, por eso comencé a ir por mi cuenta e hice amistades».
En aquellos viajes –ha estado en 30 ocasiones en Argelia, en 2001 la primera y este mismo noviembre, la última–, no solo conoció Argel, sino también sus alrededores y los pueblos fundados por los menorquines: Fort de l'Eau, Aïn Taya, Rouïba o Kouba.
Cada vez ha sentido la necesidad de conocer más el país. «Lo que me fascina es la proximidad a Menorca y que no hay infraestructura turística, puedo hacer al mismo tiempo de turista e historiador europeo en un territorio en el que no hay extranjeros, estás siempre rodeado de locales y eso me gusta», explica este profesor, licenciado en Historia y especializado en el Mediterráneo antiguo, con dos másters en arqueología.
De hecho quiere publicar un trabajo sobre la huella menorquina en Argelia, proyecto que ahora se encuentra en fase de recogida de datos y documentación. Los restos que quedan incluyen cementerios, «en algunos se pueden ver más apellidos menorquines que en un cementerio de aquí», casas y obras de arte.
Pero no solo le atraen los lugares donde se asentaron los menorquines que emigraron a Argel; también ha disfrutado de vacaciones en las que ha recorrido la franja norte del país, ciudades como Constantina «que es preciosa», Orán, «y los espectaculares yacimientos romanos, únicos en el mundo, de Timgad y Djemila», la primera una gran ciudad colonial del Imperio Romano en el norte de África y la segunda, fundada como Cuicul por el emperador Nerva, otra joya de la historia.
Por otro lado, en Argelia la influencia francesa es intensa y persiste, ya que fue colonizada por Francia entre 1830 y 1962, de ahí que menorquines que emigraron a África tuvieran que marchar después a Francia, tras la guerra de independencia. El idioma oficial es el árabe pero prácticamente todo el mundo domina el francés, «las clases acomodadas lo utilizan», apunta el profesor, y en la Cabiria se habla el bereber.
Martí Carbonell ha sido guía en cuatro viajes organizados por el Ateneu a Argelia, tres a la parte norte, para conocer la presencia menorquina. El cuarto, el pasado noviembre, un grupo reducido de diez personas, «porque en Argelia no pueden ser grupos grandes, al no haber turismo todo es más complicado», pudo disfrutar de un recorrido por el sudeste argelino. «Es un país muy diferente, el norte es mediterráneo y el sur es desértico», puntualiza.
Tierra de nómadas
El destino de este viaje estaba cerca de la ciudad de Djanet y de la frontera con Libia y Níger. «Es la tierra de los tuaregs», señala el historiador. Allí los viajeros pudieron conocer un lugar especial dentro del desierto del Sáhara, Tassili Tadrart, donde se dice que todos las tonalidades posibles de la arena están presentes. Reserva de la Biosfera desde 1986 y declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1982.
El tesoro que encierra Tassili Tadrart, aparte de la belleza natural del desierto, son sus pinturas rupestres. «Conozco muchos desiertos pero este es espectacular, estás solo en esa inmensidad, no es el típico desierto solo de dunas sino que también hay grandes montañas», describe el viajero. «Son muy interesantes los grabados y pinturas rupestres, algunas tienen entre 5.000 y 2.000 años de antigüedad y nos muestran un desierto del Sáhara que antes era una sabana africana con vegetación, jirafas, hipopótamos, gacelas..., y están allí dibujadas, históricamente es un desierto desde hace cuatro días (unos dos mil años), es una maravilla».
El grupo que se sumó a este viaje del Ateneu vivió una gran experiencia. «Es un tipo de viaje en el que caminas mucho por el desierto y tienes momentos de soledad, piensas mucho, y hace que regreses a la realidad cotidiana de otra manera, ves el mundo de forma diferente», reflexiona Carbonell, «todos los desiertos tienen algo que los hace muy especiales». El grupo llegó hasta allí en vehículos 4x4 y dormían «en tiendas» en el desierto o «al aire libre, como quieras».
El pueblo tuareg, nómada dedicado al pastoreo y el comercio, libre en las arenas del desierto que atraviesa varios países, es sin embargo cada vez más sedentario. «El gobierno argelino está potenciando que se sedentaricen, les interesa tener a la población controlada, así que quedan pocos nómadas, ellos se dedicaban a atravesar el desierto buscando zonas de pastoreo y son básicamente comerciantes», explica. «No son árabes, aunque sí de religión musulmana». Y aunque la tierra parezca vacía, no lo está ni mucho menos. «Es un ecosistema brutal, hay aves, serpientes, chacales, el feneco o zorro del desierto, es muy interesante cuando vas por las dunas que no han sido pisadas y ves las huellas de los animales, impresiona oír por las noches aullar a los chacales, retumbando el sonido en los peñascos», narra emocionado.
Investigación
La recopilación de información en tierras argelinas sobre la emigración menorquina es un trabajo laborioso, largo y que se debe llevar a cabo in situ. Carbonell tiene ya sus primeras conclusiones: la colonia de menorquines era grande, culturalmente importante y «tuvo un peso demográfico y social destacado».
Con la gente local que ha coincidido, al hablar de les mahonnais, los mahoneses, como se les conocía a los que llegaban de la Isla, ha constatado que todavía guardan un recuerdo «y es bastante bueno, a pesar de que muchos te dicen que eran colonos, y que les quitaron el trabajo, eso lo hemos de entender como parte negativa del colonialismo. Aún así, me sorprende que aún tengan buen recuerdo de la emigración menorquina y de la española en general, los franceses no les caen tan bien, eran la metrópolis, pero los menorquines estaban un poquito mejor vistos».
En los alrededores de Argel aún se elabora el pain mahonnais, pan de payeses, «y eso es curioso», señala.
Carbonell quiere romper también con la idea «un poco mitificada» de aquella emigración, formada principalmente por agricultores y mano de obra de la construcción, algunos temporeros y otros que se establecieron. «Buscaban prosperar pero en tierra colonizada que era de los argelinos», afirma, «y tampoco lo tuvieron fácil, los primeros años se encontraron un clima de guerra, enfermedades como la malaria y el paludismo..., no fueron todo flors i violes», señala el historiador. Argelia sigue siendo un país rico, tiene potencial y materia prima, aún así, de allí ahora salen emigrantes que se juegan la vida en el mar para llegar a Europa.
Sobre este problema Carbonell asegura que la riqueza del país no está repartida y que la población, especialmente los jóvenes, están en mala situación, sin trabajo. «Por eso deciden emigrar, quieren prosperar y les llega una información errónea de aquí, que lo tendrán todo fácil, es una amalgama de factores». Considera que desde aquí se debe explicar cuál es la realidad para los migrantes «pero también hay que recibirles bien, yo creo que no se les dio un buen recibimiento (se refiere a los llegados en patera este verano a las costas de la Isla), porque un día fuimos nosotros los que emigramos y no fuimos 20 o 30 sino miles, solo en 15 años, de 1830 a 1845, fueron 9.500 los menorquines que emigraron a Argelia», remarca este profesor.
Tiene en preparación otro viaje para realizar con el Ateneu, pero es un destino que aun no quiere desvelar. Lo que es seguro es que estará cargado de historia.
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