12.15 horas. Domingo de finales de julio, plena temporada alta. Son las 12.15 horas y en Cala Presili solo se cuentan 16 bañistas separados por metros y metros de arena. En Tortuga –algo más alejada– apenas se reúnen diez turistas. | Gemma Andreu

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Domingo de finales de julio. Pasan 23 minutos de las once de la mañana. El autobús de la línea 43 sale de la estación de Maó en dirección a Favàritx, la otra Macarella –salvando las distancias–, la otra zona en la que se ha vedado el acceso motorizado en vehículo privado. El objetivo del viaje, comprobar in situ los efectos de esta medida de carácter temporal en el emblemático faro y las playas de Presili y Tortuga. Un total de 35 pasajeros ocupan el autocar de 55 plazas que excepcionalmente realiza el desplazamiento. Normalmente los vehículos que cubren la ruta tienen una media de 37 plazas ergo la ocupación es alta, eso sí, en la frecuencia que diariamente registra una mayor demanda.

El trayecto es rápido –unos 20 minutos– y cómodo. Más de un kilómetro antes de la llegada a la barrera de la finca de Son Camamil·la, el fin del trayecto para los coches y motos, se observan a lado y lado de la carretera balizas de color rojo que impiden aparcar en la cuneta. Varios coches se cruzan con el autobús tras su intento frustrado de acceder, en lo que a lo largo del día es un goteo intermitente a pesar de los carteles que ya en la carretera de Maó a Fornells advierten de la prohibición de acceso motorizado.

Pasajeros
La radiografía de los pasajeros: todos son turistas menos una familia de cuatro miembros que son residentes. Nadie a excepción del que escribe ha comprado por internet el billete. La impresión mayoritaria sobre el veto al coche es positiva: «Estamos de acuerdo, lo entendemos, es beneficioso para la naturaleza», explica una familia de franceses, los únicos extranjeros del pasaje, que, como la mayoría, señalan como problema principal el precio de los billetes, siete euros por ir y volver: «Es un poco caro –lamentan– solo vamos a ver el faro».

Una pareja que viene de Pamplona se muestra también comprensiva: «Bien que pagamos por ir al Vaticano o por visitar monumentos. ¿Por qué no por esto?». Como la mayoría, se enteraron de la restricción después de intentar llegar en coche el día anterior y tener que dar marcha atrás: «Ir a Macarella sí que nos pareció caro», explican estos dos turistas que han completado la ruta de las playas de la polémica.

Son las 11.45 y el autobús realiza la primera de las dos paradas, frente al camino de acceso a las calas de Presili y Tortuga. Bajan 14 personas. El resto continúa hasta el faro. Lo primero que sorprende es la transformación del paisaje. Del abarrotamiento de coches en las explanadas (y no tan explanadas) a lado y lado del camino, los turismos hacinados en las cunetas, las estrecheces para circular y los «¿sales?» para conseguir un hueco de aparcamiento se ha pasado al Favàritx más invernal en plena temporada alta, al paisaje de piedra gris lunar solo salpicado por el verde de los socarrells, el azul marino del mar y la torre de señalización costera.
En el entorno del faro solo pasean esos 14 turistas, que justo al bajar provocan lo más parecido a una aglomeración de toda la mañana. En las playas la estampa es sorprendente. Son las 12.15 horas. En Presili, un domingo de finales de julio, con un sol espléndido en el cielo y el agua en calma, la afluencia es de 16 personas. En Tortuga, más alejada, son apenas diez. Ni tan siquiera hay barcos en el horizonte, tras las boyas de balizamiento, por el ligero Gregal que sopla.

Aceptación
La aceptación de la medida de restricción acordada por el Govern y el Consell crece cuando los turistas pisan la arena y ven los metros y metros que les separan de los otros bañistas: «Esto sí que es la Menorca que me imaginaba, la que me habían contado», afirma un valenciano que ha llegado en el anterior autobús y que señala a su alrededor con una sonrisa en la boca.

Otros, como dos amigas de Barcelona, no entienden qué justifica la medida y destacan que «venir en coche sería más cómodo», pero los más críticos son los residentes. «La medida me molesta», explica la mujer. «Hemos venido como experimento, para ver cómo era». Van con sus dos hijos pequeños, destacan la «logística» que es hace necesaria y expresan un temor: «¿Y si tenemos que volver urgentemente qué hacemos?». Los taxis pueden entrar, pero no hay cobertura.

Según los conductores, los residentes son muy minoritarios entre el pasaje, que, afirman, quizá por eso mismo es más abundante entre semana. El pasado jueves se registraron a lo largo del día y en las 13 frecuencias que se ofertan 315 pasajeros –son cifras actualizadas del Consell– e incluso, algo que ha ocurrido en más ocasiones, hubo gente que se tuvo que esperar a la siguiente salida. No es habitual.

El descenso de la presión humana en la zona es innegable. De regreso a la parada se acerca un termómetro inmejorable de la situación, un vendedor ambulante que carga con esfuerzo la nevera: «El año pasado había mucha más gente, no me tenía que mover en todo el día de Tortuga». Ahora va de un lugar a otro en busca de la sed.