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Las grandes compañías de este país se han llenado la boca en los últimos años sobre su firme implicación en materia de responsabilidad social corporativa. Con el propósito de no cortar los caminos de la innovación y el compromiso ante la sociedad, en el mundo empresarial cada vez se concede mayor importancia al capítulo del marketing, la publicidad y la comunicación así como a los códigos de buenas prácticas y a la citada parcela de la responsabilidad social, en la que cobran asimismo relevancia los conceptos de transparencia y sostenibilidad. En realidad, fueron los gobiernos, y las escuelas de negocio, asociaciones patronales y firmas consultoras quienes alentaron en su día la conveniencia de prestar mayor atención a tales capítulos ya que condicionan de modo decisivo la política comercial y la imagen externa de las empresas.

Nada nuevo bajo el sol. Las empresas que lideran los distintos sectores de la economía española no ignoran que la comunicación, una adecuada comunicación, es hoy día una vía indispensable para llegar al público usuario o consumidor, para mantenerle bien informado de sus objetivos, de las bondades de su trabajo, de la calidad de sus productos y servicios, y de las estrategias comerciales en que sustentan su actividad. Nada nuevo, insisto. El problema, el problemón, surge cuando, alimentadas por un legítimo deseo de ver incrementada a toda costa su facturación, determinadas empresas realizan sus promociones comerciales telefónicas sin el menor respeto hacia el conjunto de los consumidores. Así se explica que el incordio telefónico haya alcanzado unos niveles insoportables. Pero los usuarios ya no se dejan pillar fácilmente por ciertas compañías y no creo, al respecto, que a los lectores les resulte difícil identificar alguna telefónica, alguna eléctrica, alguna cadena televisiva de pago e incluso alguna aseguradora, por referir las que más abusan de la paciencia de sus clientes.

La reciente noticia de que se arbitrará una regulación más efectiva de las promociones vía telefónica ha sido acogida mayormente con escepticismo por las principales asociaciones de consumidores. No cabe extrañarse. Ya no vale que determinadas empresas del sector de telecomunicaciones se comprometan, entre otras cosas, a cumplir con una limitación horaria de llamadas (los días laborables de 9 a 22 horas y los sábados de 9 a 14 horas). Oigan, no; ni ese horario ni otro que fuera más restrictivo. Además, llamar por ejemplo a la hora de la siesta es una práctica sencillamente intolerable que atenta contra la intimidad personal, amén de aprovechar con total descaro un horario claramente intrusivo.

Resulta hasta cierto punto inexplicable, por otra parte, que compañías de los sectores aludidos persistan en mantener una política de comunicación y marketing que en su vertiente telefónica provoca un generalizado rechazo ciudadano, contribuye a dañar su propio prestigio empresarial y deteriora la imagen de las marcas que promocionan. Tanto empeño inútil es absurdo.

Lamentablemente, la Constitución española se quedó corta en su artículo 18. Si bien éste proclama en su punto primero que "se garantiza el derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen", y en el punto cuarto señala que "la ley limitará el uso de la informática para garantizar el honor y la intimidad personal y familiar de los ciudadanos y el pleno ejercicio de sus derechos"; aunque en el punto tercero "se garantiza el secreto de las comunicaciones y, en especial, de las postales, telegráficas y telefónicas, salvo resolución judicial"; si bien es cierto que el mencionado artículo contempla asimismo en su punto segundo que " el domicilio es inviolable", se echa en falta una rotunda y explícita referencia al reconocimiento del derecho a la inviolabilidad telefónica. Aunque la propuesta pueda parecer descabellada, la carta constitucional debería garantizar expresamente al ciudadano una correcta protección contra todas las modalidades de acoso telefónico, y de modo específico contra el acoso de carácter comercial. Porque si el domicilio del ciudadano es inviolable, también deben serlo sus teléfonos. Cuando menos para ver preservada la intimidad y la libertad personal y familiar, sin esas llamadas comerciales siempre inoportunas y jamás deseadas.

Lo dicho: No se trata de suscribir un contrasentido ni abogar por la incomunicación, pero antes que bendecir el incordio telefónico y regular sus franjas horarias, el legislador tiene que proteger el derecho del ciudadano a no ser acosado mediante tanta impertinencia como genera el marketing telefónico.