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Con media España de vacaciones y la otra media deprimida por su vuelta al trabajo comienzo mi ciclo de experimentos sobre la conducta humana, y que -a modo de cuenta gotas- se irán colando en esta sección. Hoy, el miedo.

Por si usted no lo sabe, el psicólogo Philip G. Zimbardo es el artífice de un sonado estudio de investigación sobre la influencia de determinados ambientes extremos en el comportamiento de los individuos. En la recreada "Cárcel de Stanford" el especialista reunió en los setenta a un grupo de "prisioneros" y a otro de "guardias". Los resultados se descontrolaron rápidamente y la prueba tuvo que suspenderse de manera prematura. Imagínense el porqué...

Como no llego a tanto, ni tengo recursos suficientes ni mucho menos formación en el campo de la psicología, me hago partícipe de una performance individual y muy casera por las atestadas calles de Ciutadella en una noche de agosto. Un gorro de lana y unas gafas de sol a las 22 horas son cómplices del temor ajeno. Paseo por locales, tiendas y espacios de arte y ocio con la incógnita que sufre el prójimo de saber quién se esconde tras un calurosa y llamativa capucha invernal. La temperatura causada por una alerta de rissaga no hace si no mosquear aún más a los viandantes. Sin embargo en el largo transcurso de mi itinerario nadie, absolutamente nadie, se acerca a preguntarme por qué no visto a la usanza estival, como mandan los cánones: chanclas, manga corta y vestidos cortos de vuelo para ellas. De regreso a casa, por la cuesta Capllonch y todavía enfundada en el atuendo de mi experimento doméstico, un niño lloroso interactúa conmigo explicándome que ha perdido de vista a sus padres. Las actitudes sinceras de los más pequeños siempre noquean mi mente, así que decido volver a ser yo misma.

Conclusión de mi tesina callejera: "No hace falta conocer el peligro para tener miedo; de hecho, los peligros desconocidos son los que inspiran más temor" (Alejandro Dumas). Y yo añado, a no ser que seas un mocoso.