Aquella mañana Álvaro se despertó tan temprano que todavía era de noche. Sus padres dormían cuando el despertador anunció que eran las cinco y media de la mañana. Saltó de la cama y salió corriendo de su casa para dirigirse al embarcadero. Estaba excitadísimo. Le parecía extraordinario que su amigo septuagenario con una barca tan pequeña, y tan lenta, y sin ningún tipo de aparato electrónico a bordo pudiera pescar. Era un misterio que deseaba resolver, aunque tuviera que madrugar.
Al llegar al embarcadero, Pepe ya estaba esperándole en la barca y con un amable saludo le indicó que subiera. Zarparon. Álvaro no perdía detalle. El viejecito preparó los anzuelos, luego el cebo, levantando la cabeza de vez en cuando para asegurarse de que el rumbo era el correcto. Cuando ese hombrecillo de la meseta estaba hipnotizado mirando como la barca se abría camino en ese charco de mercurio Pepe le dijo: Álvaro, mira –y señaló hacía el este. Al girarse contempló como el sol se asomaba por el horizonte. Fue un espectáculo inolvidable, todavía podían verse las estrellas y lentamente el día fue devorando la noche.
- Hemos llegado- afirmó el isleño mientras paraba el motor.
El niño alucinó, en medio de esa inmensidad azul todo parecía igual. Se preguntaba cómo demonios sabía ese viejo pescador dónde debían detenerse. Pepe le dio un volantín y empezó la fiesta, no paraban de sacar peces. De repente los animalillos dejaron de morder el anzuelo.
Encendieron el motor y se desplazaron un poco. Se detuvieron, lanzaron los volantines y los peces volvieron a picar. Qué gran misterio, cómo sabía que estaban allí. El niño no pudo contenerse y le preguntó si llevaba algún aparato electrónico escondido, a lo que el pescador contestó riendo que no. Le explicó que los puntos de referencia los tomaba de la tierra, le puso un ejemplo que le recordó uno de esos problemas de geometría que tanto le costaba entender.
Además le hizo notar que estaban de suerte, que no siempre era así. Había días en los que el viento no era favorable, otros por misterios de la naturaleza los peces no mordían el cebo y en algunas ocasiones no encontraba el lugar exacto a pesar de estar tomando las referencias terrestres correctamente. El niño objetó que por qué no se compraba uno de esos aparatos que marcan donde estaban los peces como hacían los amigos de su padre.
Si soy suficientemente hábil y tengo suerte pescaré, sino más peces para mañana, y más grandes, afirmó el pescador. El viejecito pensaba que si los pececillos no tenían radares para huir de los pescadores, él no tenía por qué usar máquinas para encontrar a sus presas. Prefería hacerlo así, de igual a igual, le parecía más justo.
Siguieron subiendo los anzuelos llenos hasta que Pepe anunció que el cubo estaba casi lleno y que en breve se marcharían. Al ver la cara de decepción del niño aclaró que ya tenían suficiente para comer las dos familias e incluso guardar un poquito para el invierno. Además le hizo notar que había muchas barcas enfrascadas en la misma labor. Quiero que mis nietos, y los tuyos, puedan disfrutar también de sus días de pesca, declaró satisfecho.
- Pepe, si no pescas tú, pescará otro- dijo Álvaro creyendo haber dado con el argumento adecuado para prolongar un poquito más esa fructífera jornada marinera.
- ¡Ay Alvarito! ¡Y la responsabilidad individual!- exclamó el pescador en respuesta a tan mal acertada frase pronunciada por el pequeño hombrecillo.
Al ver la cara de asombro del niño, el viejecito respiró profundamente para poder argumentar serenamente cuanto daño a la humanidad había hecho esa maldita afirmación. Cambiaba el verbo, pero el propósito era siempre el mismo: evadir responsabilidades cobijándose en la insensatez de los demás. El niño lo entendió… de aquella manera.
Lanzaron un par de veces más sus anzuelos y finalmente partieron, con el cubo lleno. La vuelta resultó ser un poco accidentada. Eran las doce, la hora elegida por la mayoría de navegantes estacionales para salir a bañarse. Las lanchas salían como torpedos del puerto, algunas pasaron muy cerca de la pequeña embarcación y Pepe tuvo que desviar en más de una ocasión su rumbo para poder encarar mejor las olas provocadas por los potentes motores. Álvaro sintió vergüenza, recordó las veces en las que desde la lancha de su padre se reían mientras veían como las barquitas saltaban al son del artificial oleaje.
Mientras limpiaban el pescado, ya en tierra firme, comentaron la jornada de pesca. El niño se fue a casa con muchas cosas en las que pensar. Tenía una nueva misión: convencer a su padre, a su madre y allegados que otra manera de navegar y de pescar también era posible.
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