Botellas de agua colocadas al milímetro, no pisa las líneas de la pista, se ajusta la ropa interior y la camiseta a la altura de los hombros, el pelo por encima de las orejas. Mira el reloj de la pista para apurar hasta el último segundo en el servicio. «Lo hago desde que era pequeño y lo he estado haciendo toda la vida. En un deporte como el tenis uno va incorporando rutinas para no pensar, estas cosas ayudan a estar focalizado en lo que tengo que hacer», explicaba Rafa Nadal hace tiempo en una entrevista.
Uno de los puntos álgidos y más demostrativos de estos rituales tuvieron lugar en la final de su penúltimo título Grand Slam: el Open de Australia 2022. Incluso una de las mentes más frías del tenis actual, el moscovita Daniil Medvedev, que se mantenía impasible a pesar de que estaba superando con aparente facilidad al mallorquín, terminaba perdiendo la concentración al ver que Rafa no cedía. El de Manacor lo tenía todo casi perdido, dos sets abajo y 0-40, se le escapaba la final, pero aún así no olvidaba sus rituales. No se dejó ni un detalle, lo hacía ya casi de forma inconsciente.
Cualquier otro jugador del circuito hubiera estado totalmente fuera del partido, desconcentrado, la final estaba perdida, pero Nadal de nuevo comenzó a salvar lo que parecía imposible y siguió vivo. Se aferraba al partido como si le fuera la vida y eso machacaba mentalmente a sus rivales. El ruso hablaba con el árbitro y se refería al público como «idiotas», desde algunos sectores de la grada habían estado realmente faltos de educación durante el juego; Rafa ajeno a todo colocaba sus botellas y seguía centrado.
Los rituales le llevaban a un estado de concentración extraordinario, aunque el partido pendiera de un hilo. Cinco horas y 24 minutos después Nadal consiguió remontar y se alzaba con su vigesimoprimer título de Grand Slam. Lo único que le faltaba era llevar a cabo el último de sus rituales, probablemente el más satisfactorio: morder la copa.
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