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Mi visión del sistema educativo es parcial y limitada, tanto por la interinidad del profesor asociado que lleva apenas siete años impartiendo Economía Financiera en la UIB, como por sus sesgos como economista ejerciente. Tras la advertencia, una serie de reflexiones y críticas constructivas sobre el alumnado que llega a la universidad y la enseñanza que reciben.

Desde mi llegada a la UIB, he escuchado a colegas con larga experiencia expresar su preocupación por la decreciente habilidad de los estudiantes para afrontar los retos académicos. Cada vez tenemos que poner más fácil los exámenes para que aprueben, murmuraban.

Con el paso de los años, he constatado esta devaluación del nivel académico para acompasarlo a las menguantes capacidades de los estudiantes. ¿Es un efecto colateral de cumplir años, o estamos ante un problema más profundo en nuestro sistema educativo?

La política educativa miope, cortoplacista, carece de una base pedagógica sólida y sufre de una asignación ineficiente de recursos públicos, resultando una preparación insuficiente de los recién llegados al campus universitario. No tanto en conocimientos previos, sino en hábitos y actitudes adquiridas: buena parte del alumnado se esconde detrás de sus portátiles, pero no saben coger apuntes en papel o plasmar posteriormente sus conocimientos. Les cuesta enfocar su atención y asumir el sacrificio que suponen las horas de estudio en casa.

Tras la idea de que hay que reducir el fracaso escolar, que comparto plenamente, se ha tomado la solución equivocada: facilitar los aprobados. Hacer más fácil el trayecto formativo premia la mediocridad frente a la excelencia, incentiva el mínimo esfuerzo, promociona el estudio somero. La revolución digital en las aulas ha provocado más problemas que soluciones; en lugar que potenciar el conocimiento, ha distraído la atención y la concentración, claves del aprendizaje profundo.

La dependencia del móvil, además, dispersa la mente y roba tiempo productivo. Lejos de ser el ayudante del saber que podría ser, su uso es eminentemente ocioso, y no precisamente un entretenimiento valioso para el acervo cultural.

Tampoco los gestores del conocimiento académico han sido premiados por la calidad de su docencia, por actualizar los contenidos y su forma de transmitirlos. Si el alumno se aburre en las clases y percibe que no aprende nada útil o aplicable en su día a día, perdemos merecidamente su interés.

El futuro de nuestra sociedad se forja en las aulas. Ignorar el estado de obsolescencia de nuestro sistema educativo sería cerrar los ojos ante una oportunidad crucial de reforma y mejora. Estamos ante la responsabilidad de replantear y revitalizar la educación, asegurando así un futuro más prometedor para las próximas generaciones. Solo con un compromiso firme hacia la innovación, la calidad y la pertinencia educativa lograremos preparar a nuestros jóvenes para los desafíos que les esperan.