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Tan pronto como hizo aparición el capitalismo impulsor del nuevo fenómeno del crecimiento económico, en las postrimerías del siglo XVIII, comenzaron a surgir las preocupaciones por la pobreza de aquellos que se quedaban más rezagados. En este sentido, uno de los primeros filósofos políticos que trató el tema fue el original y excéntrico Jeremy Bentham (1748-1832), quien, por cierto, llevó su «doctrina utilitarista» lo suficientemente lejos como para, a su fallecimiento, hacer embalsamar su cuerpo a fin de que continuase siendo «útil» como icono de su Universidad. Y allí, en el hall del University College de Londres continúa.

El ideal utilitarista benthamiano se fundamenta en el principio simple de «la máxima felicidad para el máximo número de personas». Un razonamiento que predica que los ingresos se tendrían que transferir desde los más ricos a los más pobres para -tendiendo a la igualdad- alcanzar la máxima felicidad para el máximo número.

Es decir, Bentham, y sus seguidores, entre los que destaca el ilustre John Stuart Mill, piensan que el dinero que se detrae de los ricos les quita una porción menor de felicidad que la que obtienen los pobres al recibirlo. De alguna manera, estos pensadores creían que la igualdad económica es uno de los pilares fundamentales para conseguir la eficiencia social.

Esta forma de pensar es la que impregnó las bases con las que se construyeron las modernas democracias occidentales, dando como resultado unos colosales aparatos estatales, que gestionan complejos sistemas tributarios progresivos y múltiples transferencias sociales que parecen no alcanzar la eficiencia anunciada.

Por ello, mucho más recientemente filósofos libertarios como John Rawls (1921-2002) y otros, nos han dejado una visión modificada del utilitarismo, puesto que según estos nuevos autores «a más reparto menos eficacia social», ya que a los descomunales gastos administrativos, gestionados por legiones de burócratas, hay que añadir los desincentivos que se crean para la participación en la vida productiva de la sociedad.

Por ello, de forma alternativa, Rawls propuso a inicios de la década de los 70 ‘s del pasado siglo, «hacer a los pobres lo más ricos posible». Es decir, hacer crecer «el pastel», sin fijarse en cómo está repartido, puesto que sí los trozos relativamente más pequeños acaban siendo mucho más grandes se puede afirmar que se ha conseguido la deseada eficiencia social.

Robert Nozick, de Harvard, dio un paso más partiendo de la idea de que algo es justo si es el resultado de leyes justas. Y, en su opinión, la justicia obedece a unas escasas reglas básicas: el imperio de la ley, la protección de la propiedad y el derecho a transferirla de forma siempre voluntaria. De esta forma, sostienen estos pensadores, se solventan los problemas antes mencionados. El experimento que el pasado domingo comenzó en Argentina puede resultar especialmente revelador, pues una vez fracasado el concepto de eficiencia de Bentham, nuestro pueblo hermano, ha elegido seguir el Rawls.