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La crisis energética provocada por la guerra en Ucrania se parece al shock del petróleo de los años 70, engendrada en la guerra del Kippur. Desde un punto de vista macroeconómico, inflación y «stagnación», son, en los dos casos, la consecuencia directa. En cuanto a la búsqueda de soluciones las dos crisis son totalmente diferentes. En lo que se refiere a la respuesta al embargo decretado por la OPEP había sobre todo consistido en buscar nuevas reservas petrolíferas, en América o en África, provocando diez años más tarde un contrachoque de los precios. Esta vez, se trata de acelerar la liberación de combustibles aprovechando la crisis para intensificar la lucha contra el calentamiento global, ya que se acepta mejor someterse a una exigencia de sobriedad cuando es impuesta por circunstancias, que cuando es por dictados de imperativo moral.

El problema político no nos queda muy lejos tanto ahora como antes, ya que el choque energético es profundamente desigual, como lo han demostrado los institutos de ciencias políticas. El consumo de carbono es dos veces más elevado en proporción a los ingresos tanto entre los pobres como entre los ricos, lo que convierte en difícil compensar a los necesitados. Se podría modular la ayuda financiera en función del lugar de residencia. Si se vive más lejos de una estación esta podría ser una referencia. Eso sería evidentemente contraproducente desde el punto de vista del calentamiento climático. En teoría se tendría que hacer lo contrario: primar a los hogares y establecer el transporte colectivo. Para superar estas dicultades aquí se podría recomendar o imponer un escudo tarifario a pesar de sus defectos. Se consideraría una pieza crucial de la política económica tanto por la ayuda a los más frágiles como para evitar la espiral precio-salarios. Ciertamente debemos renunciar a los cambios de comportamiento, pero mantener el papel disuasivo de las señales monetarias evitando ofrecer a los más ricos un paraguas costoso. Hace falta ser imaginativo y aplicar un escudo a partir de un nivel de consumo calculado en provecho de los más vulnerables.

Las situaciones también se complican del lado empresarial y en su conjunto no tiene que parecer mala. Su margen se sitúa de media en el equivalente a niveles anteriores a la crisis. No podemos ni debemos olvidarnos de que el fin del año 2022 estuvo marcado por un dato siniestro para las próximas generaciones: 24 de febrero de 2022, inicio de la invasión de Ucrania y una nueva guerra sobre el continente europeo. Una guerra loca, una guerra sucia, llena de armas, bombas y crímenes contra las desgraciadas poblaciones civiles, desencadenada por orden de un hombre que señalaba bromeando un día de 2016 que había retomado por su cuenta el inquietante eslogan oficial de los paracaidistas rusos, «La fronteras de Rusia no se detiene en ninguna parte». Este hombre era evidentemente Vladimir Putin, sobre el que se han escrito kilómetros a lo largo de todo el año. Geopolíticos, estrategas militares, psiquiatras y novelistas han intentado averiguar lo que pasa por su cabeza para poder descifrar las intenciones de este zar impenetrable, heredero de los señores del Kremlin que no han cesado de extender su territorio en nombre de Dios, de los soviéticos o de la gran nación eslava.