No sé si tan grave como la alta mortalidad empresarial -o tal vez sí- sea el hecho de que de que las que sobreviven la mayoría entran en una fase de adolescencia indefinida. Es decir, nunca llegan a madurar y no pasan de microempresas (empresas con menos de 10 trabajadores y con un volumen de negocio inferior a dos millones de euros).
Las microempresas son negocios en los que la gerencia y la propiedad se mezclan, en las que el patrimonio familiar y empresarial crece de forma entrelazada y, a menudo, confundida. Ese «techo de cristal» que tienen las empresas en nuestro país tiene, que además de ser un problema de mentalidad emprendedora –que sea más de autoempleo que de vocación empresarial– tiene mucho de problemas burocráticos, fiscales, laborales, mercantiles, etc.
La regulación (burocracia) es evidente que genera ineficiencias y así se ve como las empresas se apelotonan ante el precipicio del trabajador número 50 o de la cifra de negocios de seis millones de euros (diez millones en algunos casos) y en el que la normativa fiscal o laboral sienten como una amenaza.
Está claro que el tamaño importa y empresas más pequeñas implican una menor competitividad, así como un mayor riesgo de continuidad.
A menudo, hablando de competitividad, se piensa que el origen podía estar en el sector mayoritario en Balears. «Somos un país de camareros»… Pues sí, y muy orgulloso de que la hostelería de nuestras islas sea la referencia en uno de los sectores punteros en España y el mundo. Aunque los problemas –en mi opinión– no vienen tanto por el sector sino por la regulación, compleja, difícil de entender y, en el caso de los impuestos, además asfixiante; y que condenan a nuestras empresas al desaliento en el momento de pensar en el crecimiento y la competitividad.