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No se trata de un título agorero sino de un creciente y plural sentimiento. Según una encuesta de El País, el 82% de los españoles cree que habrá una crisis económica antes de 2023 y casi el 100% piensa que no se han activado los mecanismos para prevenirla. Esta encuesta coincidía en el tiempo con un estudio de JP Morgan que afirmaba que la próxima crisis financiera llegará antes de 2020, afirmación que aseveraba Goldman Sachs.

El ciudadano español, Goldman o JP Morgan no son los únicos preocupados por la próxima crisis. Recientemente, el Economist publicaba un special report titulado 'La próxima recesión', donde recordaba que históricamente en los EE.UU. los periodos de recuperación económica no suelen superar los 10 años.

Carmen y Vincent Reinhart son autores de uno de estos trabajos ('The crisis next time') en el que intentan desvelar algunas de las lecciones aprendidas de la crisis de 2008, que podrían resumirse en dos puntos: las crisis financieras son mucho más dañinas que las recesiones ordinarias y, en segundo lugar, las reacciones rápidas disminuyen los daños.

Para demostrar su primera afirmación Carmen y Vincent Reinhart analizan los efectos de las principales crisis financieras ocurridas desde la Segunda Guerra Mundial. Contabilizan 14 grandes crisis financieras que supusieron una pérdida media del 7% del PIB per cápita y una media de 4 años para recuperar su PIB per cápita previo, cifras muy superiores a las recesiones habituales.

La peor caída del PIB fue la de Argentina (2001) que superó el 21% del PIB y el que más tiempo tardó en recuperarse fue la de Malasia (1997), siete años. En comparación con el resto de crisis, la de 2007 supuso una caída del PIB per cápita de más del 9% para 11 países y periodos medios de recuperación en torno a los nueve años.

La segunda de las afirmaciones se debe en parte a la visión excesivamente optimista de la economía. Antes de 2008 muchos economistas consideraban que el arsenal de instrumentos permitiría ver las crisis como un problema del pasado, lo que unido a la tradicional miopía de los políticos hizo que muchos países (entre ellos España) minusvaloraran el potencial dañino de la crisis y reaccionaran en algunos casos demasiado tarde. Precisamente en este punto inciden para demostrar el desigual comportamiento entre los EE.UU. y Europa.

Ante una crisis financiera lo primero que se debe hacer conocer y cuantificar las pérdidas y el daño causado por la crisis. Las entidades financieras, las empresas e instituciones tienden a esconder o posponer el reconocimiento de sus pérdidas enmascarándolas entre opacos balances.

Las agencias por su aversión al riesgo tienden a contribuir con frecuencia a estos comportamientos. Y, en segundo lugar, una vez cuantificadas, se deben distribuir las pérdidas entre los ciudadanos. En los EE.UU. en 2008 el Congreso rápidamente aprobó un programa de rescate de activos tóxicos y la elaboración de pruebas de estrés para su sector financiero, y la salida de la crisis fue rápida.

En Europa, muchos países se negaron a reconocer el impacto total de la deuda y jugaron al gato y al ratón para determinar quién debía pagar (depositantes, accionistas, compañías del sector, sector público local, nacional, etc.); de hecho, aún hoy, hay países como Grecia e Italia que todavía no han procedido a sanear su sector financiero.

Igualmente ocurrió con la política monetaria y fiscal. Ya en 2008 Bernanke redujo los tipos al 0% e implementó un programa de compra de activos financieros que llegó a representar un 25% del PIB. Mientras, Europa tuvo que esperar a las famosas palabras de Draghi en junio de 2012 para iniciar una decidida intervención con un programa de compra de activos similar al de EE.UU, pero se habían perdido más de tres años sin ajuste.