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El régimen nacionalista del general Franco nace rechazando tanto al socialismo-comunista como al genuino capitalismo-innovador, por lo que este tiene de rupturista con de la sociedad de orden y jerarquía tradicionales; y por el aparente caos de una economía en la que cada uno intenta buscar su propia felicidad.

Ciertamente, en los países anglosajones la fuerza transformadora del capitalismo había provocado una metamorfosis social de tal magnitud que los poderes y el orden antiguo quedan socavados por el impacto de lo nuevo. Un dinamismo modernizador, liberal e individualista que destruye los modos de vida conocidos creando otros espontáneos, incontrolados e inciertos. Y una prosperidad material que aleja la espiritualidad.

Ante esa fuerza, Franco contrapone la recuperación de un orden tradicional, inspirándose inicialmente en el corporativismo de Mussolini, quien ensayó la consecuención un objetivo nacional común que permitiese superar los antagonismos sociales.

El nacionalismo del dictador español, de forma análoga, pretendía aunar los intereses de trabajadores, patronos y Estado bajo organizaciones amplias y monopolísticas para promover objetivos compartidos; al tiempo que impedía que el cambio fuese consecuencia de la actividad de emprendedores individuales descoordinados, para pasar a ser una acción dirigida por el Gobierno; manteniendo bajo control al sector privado productivo.

Esa fue la razón que rechazase cualquier institución netamente capitalista. Hasta que las grandes dificultades de su ineficiente modelo le llevaron a aceptar el Plan de Estabilización de 1959; una cierta liberalización implementada solo como mal menor.

Franco quiso siempre una economía dirigida por el Estado; con precios y salarios regulados y nunca fruto de la libre negociación de las partes; con tipos de interés marcados por la ley; con empresas al servicio de los objetivos nacionales antes que a la soberanía del consumidor; con derechos de importación otorgados en función de la estabilidad social; con un rechazo contundente de la competencia cuando esta podía romper el statu quo; con escaso control de la innovación desarrollada por científicos funcionarios; incluso, llegando al intervencionismo extremo de otorgar al gobierno la responsabilidad de mantener y divulgar el acervo cultural.

Prometía, siguiendo esta línea, ofrecer cierta defensa frente al vértigo de la incesante innovación, característica de las economías más modernas, es decir, una protección social frente a las tempestades del cambio. De ahí que pusiese en funcionamiento muchas instituciones sociales.

En definitiva, el pensamiento franquista era claramente antisocialista-comunista, aunque compartió con esa ideología un ferviente anticapitalismo-liberal que solo aceptó parcialmente -como también le ocurrió al propio socialismo- como mal menor ante el fracaso de su modelo original.