A estas alturas, nadie duda que el comercio internacional es fuente de crecimiento (salvo alguna excepción como Corea del Norte o Cuba). Antes de que Adam Smith defendiera las ventajas de la división del trabajo y la especialización o de que David Ricardo expusiese su teoría de las ventajas comparativas, los españoles ya conocían sus ventajas. En su búsqueda de una alternativa a la ruta de la seda, el descubrimiento de América supuso una verdadera revolución económica no solo por la expansión monetaria internacional generada por los metales preciosos sino también por los nuevos productos y avances institucionales (bolsas, seguros, etc.) y tecnológicos surgidos para su explotación.
El Reino Unido también fundamentó su hegemonía internacional en el comercio al igual que los Estados Unidos tras la segunda guerra mundial, y hoy en día lo intenta China. El comercio internacional está unido al crecimiento. Desde los años setenta y hasta 2010, el comercio mundial ha crecido a ritmos superiores al crecimiento de la economía mundial. Únicamente en 1982, 1985 y 2001 su crecimiento fue inferior y siempre como consecuencia de severas crisis. Sin embargo, la recesión económica internacional iniciada en 2008 supuso un cambio drástico. El comercio internacional se ralentizó registrando crecimientos inferiores al PIB durante siete años seguidos. No es de extrañar que 2017 fuera visto por muchos analistas como el año del fin de la crisis al registrarse de nuevo crecimientos por encima del 5%, pero todo puedo ser un espejismo. La política monetaria cada vez menos expansiva de los Estados Unidos, el aumento del precio del petróleo, la recuperación de los principales países europeos y los problemas de algunos países emergentes a la hora de hacer frente a sus pagos ante la revalorización del dólar y el aumento de tipos de interés, parecen haber lastrado el intercambio de mercancías incluso antes de la aparición estelar de Trump. El problema de la caída de las exportaciones o las negativas expectativas es que afecta a las inversiones y frena el crecimiento del PIB y del empleo.
Pero no solo son aspectos coyunturales los que explican estas cifras. A finales de los años ochenta la caída del telón de acero supuso el abandono del aislamiento autárquico y su posterior apertura al comercio internacional de los antiguos países comunistas. Esta tendencia continuó con la apertura de China y su ingreso en la OMC en 2001 y se acentuó con el proceso de globalización mundial. Por el contrario, hoy en día y a medida que los salarios asiáticos se equiparan a los occidentales asistimos al proceso contrario: la des-deslocalización de empresas en la búsqueda de la flexibilidad, de la inmediatez y del control de sus procesos productivos y de la propiedad intelectual. Sin duda, el comercio sufrirá por los desvaríos de Trump pero en el fondo ya venía tocado desde hace años, tal y como demostró el fracaso de la ronda de Doha del OMC o los problemas que presentan los acuerdos de asociación comercial (Brexit, TLC, etc.). Aún así, el comercio sigue siendo fuente de crecimiento y siempre, siempre, se debe luchar por su crecimiento.
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