El director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias, Fernando Simón. | Emilio Naranjo
Cuando un médico se decanta por el patito feo de la profesión, la salud pública, asume que su trabajo es invisible y objeto de pocos reconocimientos y que, cuando pasa algo, todas las miradas se van a posar en él. «Creo que el tiempo pondrá cada cosa en su sitio», opina la voz de la pandemia en España, Fernando Simón.
Hace justo un año que China comunicó al Reglamento Sanitario Internacional la existencia de 27 casos de una misteriosa neumonía que amenaza con dar, doce meses después, una tercera batida; España, dice el director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias (CCAES), está más preparada, aunque otra cosa muy distinta es que lo estemos «anímicamente».
Simón no duda de que habrá un repunte de la enfermedad después de la Navidad, pero asegura que no se puede saber cómo de grande será. Doce meses en la primera línea de la gestión de la mayor crisis sanitaria en un siglo le ha granjeado no pocas críticas, pero también alabanzas, que es con las que se queda, «con mucha diferencia». Un despacho plagado de cartas de agradecimiento y regalos lo atestiguan, como el caganer de su figura que adorna una de sus mesas.
Aquel martes de Nochevieja era imposible calcular la magnitud de lo que estaba por llegar. De hecho, pasadas tres semanas, el 23 de enero, coincidiendo con el día que China cerró Wuhan y otras dos ciudades colindantes, la Organización Mundial de la Salud (OMS) optó por no declarar la emergencia de salud pública de importancia internacional (ESPII) ante el brote de coronavirus. Siete días después cambió de opinión. Y no fue hasta el 11 de marzo cuando definió al Sars-Cov-2 como pandemia.
«Las alarmas internacionales son mucho más lentas de lo que se piensa», aclara Simón. Para cuando la OMS decretó la alarma internacional, el CCAES ya había adaptado al nuevo virus el plan de preparación y respuesta que había hecho unos años antes para el Sars-Cov.
Buena parte de febrero pasó sin que se confirmasen nuevos positivos, hasta que a finales de mes empezaron a surgir pequeños brotes, en su mayoría importados de Italia -donde los contagios iban in crescendo-, pero que fueron identificados.
De pronto, el 9 de marzo, los casos notificados se duplicaron hasta los 1.200, concentrados principalmente en Madrid, Vitoria y La Rioja. «Estaba claro que teníamos un altísimo riesgo de diseminación por toda España». Los retrasos de las notificaciones hacían además un flaco favor. Había llegado el momento de tomar medidas más drásticas.
«En aquel momento pensar cerrar España parecía un poco una locura», rememora. Pero hubo que hacerlo, así que el Gobierno decretó el día 14 el estado de alarma y el confinamiento de la población.
Pero ahí estaba el ya consabido decalaje de dos semanas entre que se adoptan las medidas y se comprueban sus efectos, el mismo que existe entre la confirmación de casos y su repercusión en los hospitales: se sospechaba que la curva iba descendiendo -aunque no se podía tener la certeza-, pero la carga de las UCI seguía peligrosamente en aumento.
«Necesitábamos que el descenso fuera mucho más rápido porque si no, ni las UCI ni los hospitales iban a aguantar. Hubo muchas que estuvieron sobrepasadas, aunque a nivel global podemos decir que estuvimos al límite, pero no llegamos», argumenta.
Fue así como el 31 de marzo se dio cerrojazo a toda actividad que no fuera esencial durante dos semanas -en las que estaban incluidos los días de las vacaciones de Semana Santa- para reducir la movilidad un 80 % y dejarla a la equivalente de un fin de semana.
«Con el efecto que estaba teniendo la epidemia en los sistemas sanitarios -mantiene- había que tomar esta decisión, no hay ninguna duda».
¿Se podía haber hecho antes? «¿Quién en España habría aceptado un cierre como el del 14 de marzo teniendo 150 casos? Por mucho que pensáramos que había riesgo, no era aceptable». Las medidas, de una dureza sin precedentes, «se tomaron en los tiempos que se pudieron tomar».
Una vez reducida la transmisión, y con mucho más conocimiento del patógeno, se pudieron plantear medidas adaptadas a la situación epidemiológica de cada territorio, que fue muy desigual desde el principio. Y es lo que se ha venido haciendo desde la desescalada.
Variabilidad que, reconoce, puede fomentar las dudas sobre lo que se puede o no se puede hacer, pero está convencido de que «las cosas son más sencillas de lo que parecen».
El 21 de junio, cuando expiró el primer estado de alarma, la incidencia acumulada en 14 días era de 8 casos por cada 100.000 habitantes. En Asturias, era de 0,68 y Galicia y Andalucía apenas superaban el 1, mientras que la de Madrid era de 18,08 y la de Cataluña de 16,19.
«Se podía abrir. Estábamos en una situación muy buena», estima Simón; pudo haber quizá «algún problema con el mensaje», lo que dio pie a un verano «más normal de lo que debía haber sido», pero eso no dependió solo de la relajación de medidas, también de cada uno de nosotros.
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La COVID-19 es una enfermedad nueva, así que hay que ir absorbiendo la literatura científica que se va acumulando cada día; a lo largo de estos meses, los organismos internacionales han ido actualizando sus recomendaciones en función de esa evidencia.
Así ocurrió con las mascarillas: en marzo, algo después de que China, principal productor mundial, blindara las exportaciones, la OMS estipuló que su uso «no se requiere para gente saludable» y que podían generar «un falso sentimiento de seguridad».
En abril, estaba preocupada por si generalizarlas entre la población pudiera provocar escasez en hospitales; en mayo las recomendó cuando no se pudiera mantener la distancia de seguridad de dos metros y ahora en diciembre las aconseja en las reuniones navideñas.
«La recomendación de actuación tiene que ser factible, y si no hay mascarillas, no puede ser 'ponte una mascarilla'. No puedes proponer cosas irrealizables», señala Simón. Por eso, hasta que no se desarrollaron dos normas UNE para la confección de mascarillas higiénicas, no se pudo promover su uso.
Tampoco se podía hacer obligatoria desde el principio: «hay muchas familias que no pueden pagarse diez euros al mes por miembro. Incluso cuando hay disponibilidad, este tipo de normas tienen un impacto social que no es pequeño».
«Tenemos una capacidad de detección inmensamente superior a la primera ola, estamos mucho mejor preparados en cuanto a vigilancia, tenemos sistemas asistenciales más resilientes, pero eso no quiere decir que anímicamente vayamos a estar bien preparados. Ninguno queremos que venga una tercera ola», afirma.
Lo peor será alimentar al virus estas navidades y que el repunte se agudice a mediados de enero, comprometiendo así el proceso de vacunación que acaba de empezar: «si conseguimos que no llegue hasta finales, estaremos en una posición radicalmente diferente porque ya habremos vacunado a una parte importante de nuestros más vulnerables, y eso cambia mucho las cosas». Porque no duda en que ese repunte postnavideño se va a producir. Lo que no se puede saber es cómo de grande será.
A pesar de los baches, su trabajo en el CCAES es «intelectualmente muy interesante. Hay una parte de rutina que obviamente existe pero es mínima, es un trabajo en el que estás constantemente aprendiendo y en el que tienes una interacción con gente súperinteligente, y eso lo hace muy estimulante». Pero la salud pública es un sector «en el que hay que saber donde te metes, sobre todo si eres médico».
«Un médico de salud pública -relata- sabe que no va a tener una gratificación de nadie por mucho que salve miles de vidas con su trabajo; sabes que el reconocimiento no se va a dar porque el reconocimiento se tendría que dar cuando no pasa nada gracias a lo que haces, pero cuando no pasa nada, no se reconoce nada». De la misma forma, «sabes que vas a tener una sobrepresión cuando pasa algo y que todas las miradas van a estar sobre ti».
El lado más personal de Simón
«Entendemos que somos los que tenemos menos visibilidad, que tenemos un agravio salarial muy importante con los profesionales asistenciales y sabemos que en cualquier crisis siempre va a haber grandes críticas, pero también grandes alabanzas».
A Simón le pesan más las últimas. «Intento aislarme, pero han pesado más las alabanzas, con mucha diferencia. Los que critican son un grupo muy pequeño», dice mientras muestra una montaña de cartas y paquetes que acumula en una esquina de su despacho y que desea poder contestar algún día.
Solo ha podido hacerlo en un par de ocasiones, una de ellas a una niña de 10 años que le pidió una entrevista para hacer un trabajo para el colegio sobre el coronavirus. «Es que no tengo tiempo para nada», lamenta.
Ya lleva «unos años en esto» y sabe de lo que va, aunque la dimensión de esta pandemia miniaturiza la de otras crisis con las que ha lidiado como la del ébola de 2014, cuando apenas llevaba dos años en el CCAES. «Este año ha sido diferente y la magnitud no es la misma, pero sí que te haces un poco impermeable».
No es tanto la crítica en sí, porque en su rama, de hecho, se busca: «Necesitas masa gris a tu alrededor para discutir y que te critiquen, es fundamental que se te critique, constructivamente».
Lo que no le «gusta nada» es cuando se trata de «convertir en técnicos argumentos políticos para criticar o alabar, da igual en qué sentido». «Creo que el tiempo pondrá cada cosa en sitio y, de hecho, ha pasado ya en la epidemia. Cuando sube la curva, esto es un desastre, y cuando baja, somos los mejores del mundo. Ya veremos lo que pasa», concluye.
2 comentarios
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Ya sería hora que pusieran a un verdadero profesional en este puesto y no a "la voz de su amo", que solo acierta cuando se equivoca.
Hostia!!!!! U ets inteligent