Soldados israelíes examinan un enclave atacado por los misiles iraníes, el martes por la noche. | Amir Cohen

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De provocación en provocación. El primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, lleva huyendo hacia adelante desde el pasado 7 de octubre, cuando los terroristas de Hamás perpetraron una matanza sin precedentes de 1.200 civiles israelíes. El político conservador sabe, pues, que en cuanto acabe el conflicto con palestinos, libaneses, hutíes e iraníes deberá rendir cuentas en su propio país por aquel desastre. Y ahí no le salvará ni la cúpula de hierro que protege sus cielos.

En cualquier guerra la iniciativa es la clave y en cuanto se pierde la ofensiva se ralentiza hasta estancarse. Con consecuencias desastrosas. Netanyahu, bregado en mil batallas, ha optado por luchar en cuatro frentes distintos, algo que cualquier estratega medianamente ducho evitaría.

En Gaza han muerto ya más de 43.000 personas, la mayoría civiles inocentes, y muchos de ellos mujeres y niños. La franja ha sido reducida a escombros, pero Hamás sigue combatiendo, en una guerra de guerrillas desigual, y no han podido ser rescatados el centenar de rehenes que siguen en poder de los terroristas. El resultado, desde el punto de vista militar y político, no es el deseado.

En El Líbano, tras el magistral golpe de efectos de los buscas-bomba, el mandatario israelí ha optado por la misma política de tierra quemada: Primero arraso con todo y luego pregunto. Con una salvedad, la milicia libanesa de Hezbolá no es Hamás. Aquellos yihadistas están adiestrados y poseen armamento iraní. Es decir, no son un grupúsculo en descomposición, sino una formidable fuerza de choque.

Con los rebeldes hutíes de Yemen la guerra es a distancia, pero igualmente letal. Los terroristas lanzan desde Saná misiles contra Tel Aviv, y el Gobierno israelí responde bombardeando sus bases e infraestructura, principalmente sus puertos, donde se abastecen.

Pero el rival real, no nos engañemos, es Irán. Es el principio y final de todo. La mano persa es la que mece la cuna en Oriente Medio, desde hace décadas. Y el régimen de los ayatolás (que ha abogado públicamente por la aniquilación del Estado de Israel), no quiere que les pase lo mismo que a su vecino iraquí Saddam Hussein, así que lleva mucho tiempo afanado en conseguir una bomba nuclear, que perpetúe su siniestro reinado. Como Kim Jong-Un en Corea del Norte.

Quizás por eso, y no sin motivo, Netanyahu tiene claro que el objetivo final de los misiles inteligentes y los cazas hebreos son las centrales atómicas iraníes, enterradas en búnkers supuestamente inexpugnables. Aunque ya sabemos que para los judíos no hay nada imposible. El problema es calibrar qué pasará si Israel reduce a escombros aquellas instalaciones, que son la joya de la corona persa. Irán es el gran enigma. Y no pinta bien.