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Hay cosas que parecen eternas. Isabel II de Inglaterra era una de ellas. Pulverizó todos los récords de su insigne tatarabuela, la ya legendaria reina Victoria. Durante setenta años esa mujer menuda, valiente y enigmática ha sido la imagen viva de la historia. Incluso los más ancianos apenas recuerdan a su predecesor. No estaba destinada a reinar, pero las carambolas del azar la colocaron ahí, a los 26 años, nada menos que en el trono más importante del mundo cuando su país era un imperio que se deshacía. Para nosotros, el común de los mortales, ha sido siempre una figura casi mitológica, apenas se le oía hablar más allá del discurso navideño, aunque nos enterábamos de todos los acontecimientos que afectaban a su familia a través de la descarada prensa inglesa.

Por encima de lutos, escándalos, nacimientos, bodas y disgustos de todo tipo, ella permanecía ahí, casi impasible, tan fría como la estatua que le representa en todos los museos de cera del mundo. Las monarquías son siempre cofres herméticos donde se guardan secretos durante siglos. Desde su amada Escocia y su parque de recreo y soledad del castillo de Balmoral se ha llevado a la tumba todo eso que supo y jamás desveló. Quizá en Buckingham Palace haya algo parecido a un libro de instrucciones para el siguiente ocupante del trono. Nunca lo sabremos.

El príncipe Carlos será, por fin, coronado, a punto de cumplir 74 años. La larga espera habrá terminado. Tiene el listón muy alto: su madre jamás tuvo un affaire, un desliz, una indiscreción pública. A él le conocemos unas cuantas. Pero eso es agua pasada. Será un rey intelectual, muy diferente de su madre, que entendía la realeza como un símbolo, pompa, brillo, grandeza histórica, misterio.