En otros tiempos no tan lejanos el acoso escolar era una práctica tristemente naturalizada. Los que la ejercían traumatizando a sus compañeros no encontraban límites a su crueldad y las vulnerables víctimas no dejaban de serlo hasta que se cansaban de ellas o alguna reaccionaba y se liaba a puñetazos en el patio con sus acosadores.
No era un problema abordado con el rigor que requería en los centros educativos, si es que se llegaba a considerar como tal, y los pobres afectados, en la mayoría de los casos, sufrían en silencio, indefensos, sin ni siquiera explicárselo a unos padres que tampoco sabían otorgarle la dimensión que tenía.
Hoy sí se ha conseguido definir el bullying, cómo se manifiesta y qué consecuencias puede acarrear. Todas las instituciones cuentan con áreas de Educación que han dictado protocolos proactivos y de intervención para abortar los casos... pero el acoso continúa. En Menorca, por ejemplo, el pasado curso se multiplicaron por cuatro a pesar de la prevención.
«Todos fallamos» indican los policías tutores de la Isla, en referencia a la sociedad en general, no solo los centros educativos y las familias. A este diario llegan cada año varias denuncias de padres que estiman insuficiente la respuesta de los equipos directivos de escuelas e institutos ante el acoso sufrido por sus hijos. Cuestionan inacción, tibieza o, directamente, la tentación de que el problema se resuelva por sí solo sin que sea necesario expulsar a un alumno o trasladar el proceso al juzgado o a la Policía.
Bajo el convencimiento de que la responsabilidad máxima es de los padres, obligados a educar en el respeto y la buena convivencia a sus hijos, en los centros educativos o en las instituciones responsables podrían darle una vuelta a su indisimulable pánico porque trascienda un caso localizado en su entorno. Conocerlo sería aleccionador, por vergonzante, para quien lo ha hecho. El problema no es que acabe sabiéndose, sino que no se haya evitado.