TW

Intentar tumbarse al sol en cualquier playa mallorquina en verano es una hazaña. Como ocurre en las zonas más machacadas de la costa mediterránea española, habrá que empezar a bajar a la arena a las ocho de la mañana para coger sitio. Y no es lo peor. El infierno es que, una vez conquistado tu pequeño medio metro cuadrado para solearte, lo único que consigues ver en el horizonte es un tupido bosque de barcos pastando -y contaminando- a pocos metros de la orilla. ¿Y el relajante sonido de las olas? Olvídate, lo que escucharás será el insoportable runrún de las motos acuáticas, los gritos de quienes juegan a pala a unos centímetros de distancia y quizá la conversación nada discreta de las miles de personas que te rodean.

Esa estampa la conocemos todos. Es lo habitual. Pero los hoteleros de Mallorca opinan que la saturación nos la inventamos con tal de chinchar. Que algunas calles de nuestra ciudad se hayan convertido en una interminable terraza de cabo a rabo y que los ‘guiris’ hagan cola para ocupar una mesa tampoco lo han visto. Ni hablar ya de intentar aparcar el coche en cualquier punto turístico de la Isla. ¡Son alucinaciones colectivas! Por eso quizá Marga Prohens y sus secuaces están visitando todas las ferias turísticas masivas para vender más Mallorca, a más gente, durante más tiempo… y también más cara. Porque aquí el discurso oficial es que hemos tocado techo y no deberíamos permitir la caída que viene siempre después de alcanzar una cima. Nos prometen medidas revolucionarias para conciliar la vida de los visitantes y la nuestra, para recuperar un poco de aquella isla de la calma que todos añoramos. Que con esos cuentos tratan de engañarnos como a niños, también lo sabemos todos.