En el fragor del debate político, pocas cuestiones despiertan tanto consenso fingido y silencio cómplice como el sistema de pensiones español. Mientras el Gobierno insiste en vendernos la recuperación milagrosa de la hucha de las pensiones, la realidad, menos complaciente, sigue su curso inexorable. Pero, como diría Quevedo, «poderoso caballero es don Dinero», y en este caso, se trata de un caballero tan endeudado que ni el propio Escrivá podría ocultarlo bajo su optimismo aritmético.
La Seguridad Social en España funciona con un sistema de reparto: los trabajadores actuales financian las pensiones de los jubilados. En otras palabras, confiamos en que nuestros hijos, sobrinos o, en su defecto, los robots del futuro, trabajen lo suficiente para pagarnos la jubilación. El problema es que este esquema, diseñado para una pirámide poblacional que hoy parece un triángulo invertido, está condenado a la insostenibilidad.
La famosa «hucha» de las pensiones, que llegó a acumular 66.800 millones de euros en 2011, se esfumó entre 2012 y 2017, devorada por la crisis y la necesidad imperiosa de mantener las prestaciones. Hoy, el Gobierno presume de que dicha hucha ha crecido hasta los 9.376 millones de euros y que llegará a los 14.000 millones en 2025. ¡Fantástico! Lástima que, haciendo una sencilla división, esa cantidad apenas cubriría 16 días de pensiones en ese mismo año. Un parche, no una solución.
Pero aquí viene el truco de magia fiscal: el Mecanismo de Equidad Intergeneracional (MEI), un sobrecargo a las cotizaciones, diseñado para llenar la hucha cueste lo que cueste, aunque el sistema siga en déficit. Este impuesto, ahora modesto, irá creciendo con el tiempo hasta «chuparse» buena parte del salario de los trabajadores. ¿El resultado? Una ilusoria sensación de solvencia mientras el déficit estructural permanece oculto bajo la alfombra.
El déficit contributivo de las pensiones alcanzó los 60.000 millones de euros en 2024, equivalente al 3,8 por ciento del PIB. Para tapar este agujero, el Gobierno ha optado por transferencias masivas desde los Presupuestos Generales del Estado, que han pasado de 15.645 millones en 2019 a 41.632 millones en 2024. La mitad de estas transferencias no cubren «gastos impropios» sino el propio desequilibrio del sistema, generando un enorme coste de oportunidad: dinero que debería ir a sanidad, educación o infraestructuras, pero que se destina a mantener la ficción de un sistema sostenible.
Si hacemos las cuentas completas, sumando activos y pasivos, descubrimos que la Seguridad Social acumula desequilibrios por hasta 460.000 millones de euros en los últimos 24 años. Pero, tranquilos, que nos dicen que la hucha crece.
La gran pregunta es: ¿qué hacemos? Porque lo que está claro es que seguir poniendo parches no evitará el colapso. Necesitamos un debate honesto y valiente, donde se pongan sobre la mesa reformas reales: desde un sistema mixto que combine reparto y capitalización, hasta incentivos fiscales reales para el ahorro privado.
Seguir mirando hacia otro lado, confiando en la magia presupuestaria, es garantizar que las futuras generaciones no solo no tendrán pensiones, sino que además pagarán la factura del engaño. Y eso, señores, no es justicia social, es hipocresía intergeneracional.