Un simple cartucho de escopeta formado por 36 gramos de perdigón, un par de gramos de pólvora y un fulminante son suficientes para matar un conejo, una perdiz pero también a un ser humano. Cuando Miguel Delibes publicó el discurso de su toma de posesión del sillón que le otorgaron en la Academia de las Letras dijo que «en el mundo hay material bélico para matar a toda la humanidad»... Después de los años transcurridos, es posible que hoy el material bélico se haya doblado, con lo cual no solo 6.000 millones de seres humanos, sino el doble, pueden ser eliminados. Pero con esa desmesura nunca parece que se tenga suficiente y ahora abogamos por incrementar extraordinariamente el gasto en defensa, que no es otra cosa que seguir armándonos lo que en puridad supone un aporte belicista en los enormes arsenales que el ser humano ya posee. Pero fíjense en el siguiente ejemplo: si un país invierte miles de millones en aumentar su potencial defensivo y los otros países hacen lo mismo, estaremos igual que estábamos antes solo que con más armas que es lo mismo que decir con mayor peligro.
Y eso no nos lleva a estar más seguros; lo que sí estaremos es en un peligro mucho mayor. Fíjense que hace, como quien dice, cuatro días, que no sabíamos qué cosa era un dron y por eso tampoco los cohetes móviles cargados con letales explosivos. Ahora todo quisqui tiene drones y cohetes que pueden transportar de un lado a otro pero sobre todo drones cada vez más sofisticados, más letales, más destructivos. Que alguien me diga cuál ha sido la ventaja en comprar un arsenal de drones si ya los tienen todos los países. ¿Se ha parado usted a pensar lo que eso significa? Simplemente una mayor capacidad para matarnos los unos a los otros. Mientras tanto, craso error el creer que por tener esos ingenios bélicos se está más seguro. Otra cosa muy distinta sería tener la frontera guardada por miles de drones mientras los otros países seguían con el máuser decimonónico. Pero eso no es así. Por consiguiente, invertir millones en armamento no es más que aumentar el peligro a que un día a un iluminado le dé por armar una catástrofe monstruosa. Mejor nos luciría el pelo si actuásemos al revés, invirtiendo en destruir armas hasta llegar a la quijada del asno. Pero somos incapaces de vivir y dejar vivir. Como decía antes, siempre subyace el peligro del iluminado que tiene en el frontispicio de su innata peligrosidad una mente inestable.
Aumentar los arsenales de material bélico es, se diga lo que se diga, un ejercicio peligroso porque esos arsenales llevan acuñados la destrucción, la miseria y la muerte. Jinetes del Apocalipsis que nunca han dejado de acompañar el torpe devenir del ser humano desde los bíblicos días en que Caín, como única arma, utilizó una quijada de asno, aunque con el efecto causado también se puede afirmar que aquella quijada de asno fue la primera arma de destrucción masiva pues se cargó a buena parte de la humanidad de aquellos días.
Bastante antes de Atapuerca, aquellos primitivos de las cavernas ya se percataron que lo de la quijada de asno no pasaba de ser, como arma, nada rebozado con menos pero tenía futuro ¡y tanto! Así hemos llegado a la desazón de tener almacenadas dios sabe cuántas y dónde armas de destrucción masiva. Una vergüenza que fue utilizada contra la población indefensa, armas capaces de una tacada de destruir ciudades enteras matando a miles de personas y dejando otras tantas con secuelas terribles de por vida. Eso sucede como consecuencia de estar armados hasta la pura paranoia. Caín empezó el melón de la agresión mortal y ya no hemos parado en la industria de sofisticar la quijada de asno.