Decía Tocqueville que la democracia es el poder del pueblo, pero uno empieza a sospechar que, en nuestro país, el pueblo tiene cada vez menos poder y más paciencia. En teoría, vivimos en una democracia consolidada, pero la acumulación de polémicas políticas sin consecuencias reales nos invita a cuestionar si este sistema sigue funcionando como debería o si, por el contrario, estamos asistiendo a una sofisticada farsa institucional.
Tomemos como punto de partida el tan celebrado incremento del Salario Mínimo Interprofesional (SMI), esa bandera social que el gobierno ondea con entusiasmo. Sobre el papel, la medida es impecable: más dinero en el bolsillo del trabajador. Sin embargo, la realidad tributaria se empeña en ser menos generosa. Entre cotizaciones, IRPF y otras sutilezas fiscales, el resultado práctico es que el Estado termina siendo el mayor beneficiado de la subida, mientras que el trabajador apenas nota el cambio. Eso sí, el discurso oficial se mantiene impoluto: solidaridad y justicia social a golpe de decreto, aunque la cuenta bancaria del contribuyente opine lo contrario.
Pero si la economía tiene sus trampas, la ética política directamente parece haber entrado en vías de extinción. El caso del hermano de Pedro Sánchez es un ejemplo tan elocuente como incómodo. Cuando las acusaciones de tráfico de influencias o contratos bajo sospecha afectan a un adversario político, el clamor mediático es ensordecedor; cuando las sombras se ciernen sobre el entorno del presidente, en cambio, se produce un curioso fenómeno de sordina informativa. Es el arte de la doble vara de medir, esa habilidad tan española que consiste en exigir transparencia solo cuando conviene. Y ni hablemos de Begoña Gómez.
A esto se suma el papel cada vez más representativo —en el sentido menos edificante del término— de la 23ª ministra socialista, Francina Armengol, cuya trayectoria reciente parece confirmar que en política la falta de escrúpulos es, a menudo, una ventaja competitiva. Como presidenta del Congreso, debería encarnar la neutralidad institucional, pero entre las polémicas de su gestión en Balears y su llamativa falta de autocrítica, parece más empeñada en representar los intereses del partido que los del pueblo.
2 Y, por supuesto, no podemos olvidar el infame decreto ómnibus, esa fórmula parlamentaria que convierte el debate democrático en una mera formalidad. La práctica de acumular reformas dispares en un único texto para evitar la discusión pública no solo es un insulto a la inteligencia, sino también una violación flagrante del espíritu democrático. Se gobierna por decreto, se esquivan las preguntas incómodas y, de paso, se consolida un modelo político en el que el Parlamento parece cada vez más un decorado que un órgano de representación real.
La cuestión de fondo, sin embargo, no es solo la acumulación de escándalos, sino la asombrosa normalización de los mismos. Hace años, cualquiera de estas polémicas habría bastado para hacer caer un gobierno; hoy, se suceden sin que nadie parezca particularmente sorprendido. La clave está, quizás, en el hábil control del relato: mientras los medios afines se encargan de minimizar las críticas, el ciudadano medio, exhausto y desencantado, opta por la resignación.
Así, la democracia española se va convirtiendo, poco a poco, en un espejismo: conserva las formas, pero ha perdido gran parte de su contenido. Y mientras tanto, el gobierno sigue gestionando las crisis con la misma soltura con la que un prestidigitador hace desaparecer una moneda: el truco es evidente, pero el público, por alguna razón, sigue aplaudiendo.
La gran pregunta es: si esto es una democracia, ¿por qué cada vez se parece más a una oligarquía de rostro amable? Tal vez haya llegado el momento de dejar de aplaudir el espectáculo y exigir, de una vez por todas, que alguien en el escenario recuerde que el poder, en teoría, reside en el pueblo. Aunque, viendo el panorama, cada vez cuesta más creérselo.