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El viernes pasado por la mañana salí de casa sin el móvil. Tengo que confesar que no fue un descuido sino algo más bien premeditado y la verdad es que mientras me cruzaba con mis semejantes, yo diría más bien mis parecidos, me noté como si sin quererlo hubiera abierto un paréntesis en mi vida de cómo me sentía sin ese aparatito. La mayoría con los que me cruzaba deambulaban cabizbajos inmersos en sus pequeñas pantallas, buscando frenéticamente en ellas algo o ese algo los buscaba a ellos, quién sabe. Sabía que el haber dejado mi móvil en casa además de convertirme en una persona diferente a los demás, iba a acarrearme el riesgo de que alguien intentara localizarme debido a alguna urgencia.

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Cuando al cabo de un par de horas regresé a mi casa y lo conecté, tenía doce whatsapps y había hecho tres nuevas amistades en Facebook. Nada, que después de ese experimento he llegado a la conclusión de que de una forma u otra dependemos de esas maquinitas. Pero créanme que el experimento valió la pena, el anonimato momentáneo, esa sensación de la no dependencia, el pensar que al no dar conmigo iba a generar en mí una especie de ser alguien más necesario que antes, les aseguro que fue una gozada, aunque luego me cayeron regañinas, preocupaciones por parte de quienes me buscaban y hasta me dijeron que si me había vuelto loco ya ven, santa locura diría yo más bien.