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Casi podría decir con certeza que la primera vez que oí la palabra ‘impostor’ fue en alguna película americana de misterio o de detectives. Puede que incluso fuera una película del Oeste. Incluso recuerdo haber jugado también a descubrir o a adivinar quién era el impostor cuando lo había. Esto da para mucho, desde luego. Y la historia nos ha dejado a numerosos grandes impostores, como por ejemplo la enorme cantidad de falsos supervivientes del «Titanic» o el de mujeres que se hicieron pasar por hombres para luchar en guerras o los falsos aspirantes a algún trono. Sí, lo del impostor es algo    frecuente. Muy frecuente y muy literario, diría yo. Cada día podemos oír a auténticos farsantes que reconocen serlo al intentar hacer algo para lo que no están especialmente dotados. En nombre de un síndrome que ya llega a ser cansino, el del impostor, estamos asistiendo a toda una serie de estafas e imposturas muy justificadas.

Quién no ha oído decir a alguien -sobre todo si se trata de algún famoso- que se siente un impostor al realizar según qué labores, muy ansiadas por él, a causa de su alta dosis de inseguridad. Y por mucho que se intenten justificar en su debut artístico o del orden que sea, nosotros ya los habíamos calado hacía rato, pero permanecíamos en silencio por pena… Por ejemplo, fijémonos en los escritores que se sienten impostores pero que, a pesar de ello, no dejan de joder con su novelita de turno. Con un rictus que encierra un pesar por su intromisión en un oficio -y que en el fondo no es más que falsa modestia-, van endosándonos su obra por si cuela. Molestísimo, resulta ser. Desde que el del impostor es considerado un síndrome totalmente permisible, no importa ser un negado en aquello a lo que se dedica. Menuda tabarra. Una tabarra que sí es auténtica.