Los que observamos la política desde la distancia y la ingenuidad no acabamos de entender los entresijos subterráneos que se movilizan en una u otra dirección. Solo en contadas ocasiones somos capaces de atisbar cómo asoma la cabeza maligna de la hidra, lo que nos hace caer en la cuenta de todo aquello que ni por asomo pensábamos que podría suceder y en el fondo nos alegra sentirnos alejados y limpios ante el hedor e inmundicia de las alcantarillas. No son corruptos todos los que se mueven en la esfera pública, ni mucho menos, pero basta con que lo sean unos cuantos. A nosotros, en nuestra inocencia, nos reconforta el no sentirnos pringados, por la propia dignidad y porque estamos seguros de que algún día saldrá a la luz lo que ocultan. A lo mejor -no es seguro- ese día sentirán sofoco por su sinvergonzonería.
Y nos decimos ¿a quién pretenden engañar? A nosotros, claro está, que no reparamos en esos movimientos embusteros y malintencionados y que no tenemos predisposición para actuar de la misma manera. Nos produciría sonrojo comportarnos en nuestra vida corriente con esa desfachatez y segundas intenciones que a los implicados tan buenos resultados les dan. Es indudable que sueltan una sonora carcajada cuando se percatan de la ingeniosa habilidad que han demostrado para embaucarnos, felices en su picardía.
Días pasados seguíamos desde lejos esa aburrida discusión en los medios (instancias judiciales aparte, aunque también) a propósito de los avatares en que se hallan sumidos el «novio» de la presidenta madrileña Alberto González Amador; el jefe del gabinete de aquella, Miguel Ángel Rodríguez, y el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz. O el caso del ministro Ábalos y los que le rondaban a cuenta de las comisiones que se llevaron o que les hubiera gustado embolsarse. ¿Y qué me dicen de los tiras y aflojas de los líderes territoriales, con unas acciones tan sospechosas de chanchullos que hasta el paladín madrileño de los socialistas opta por tomar sus precauciones cuando sospecha movimientos sucios por parte de sus propios jefes y correligionarios? ¿Qué me dicen del valenciano, capaz de embarrarse en el cieno astroso, sin saber prevenir ni tampoco desbrozar? Acciones encubiertas con las que el cándido ciudadano sospecha que se ha armado una buena, pero es incapaz de llegar hasta los detalles y detectar todos los pormenores que las envuelven. ¿Para qué? Si llegáramos a descubrirlo, maquinarían nuevas artimañas para despistar.
Es evidente que todo esto no tiene ninguna gracia, aunque lo celebremos en otros ámbitos, cuando leemos un relato policíaco (admirados Agatha Christie o Georges Simenon, Dashiell Hammett o Patricia Highsmith), de terror (Edgar Allan Poe o Stephen King, Lovecraft o Anne Rice) y espionaje (con un John Le Carré sin igual, sobre todo en las novelas de la primera época; Graham Greene, Frederick Forsyth o Alan Furst): en todos ellos nos asombra no advertir a dónde conduce una trama bien urdida, que nos mantiene en vilo hasta que no llegamos a la última página. Hay autores muy dotados para estos planteamientos y a mí, que soy de los que tardan siglo y medio en enterarse, me tiene asombrada su pericia y admiro su talento para el enredo.
En este terreno literario es un triunfo admirable, que les eleva a la cumbre. En el de la política, un engaño despreciable, propio de quienes se mueven y medran entre enormes vilezas.