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Durante un siglo Sóller fue la ciudad más elegante, bonita y seductora de Mallorca. Con diferencia. Su secreto estaba, todos lo sabemos, en su aislamiento del resto de la isla. La dificultad para llegar a ella la convertía en un tesoro que merecía la pena ganarse. Hasta que en 1997 los políticos de derechas vieron una fabulosa fuente de corrupción en la idea de ‘facilitar’ el acceso al valle horadando la sierra de Alfàbia. Obras faraónicas, chapuzas de ejecución y enriquecimiento ilícito, el clásico kit político español. Con la llegada del túnel empezó a torcerse la cosa. Era carito atravesarlo, pero aun así infinitamente más cómodo que subir y luego bajar el Coll, una pesadilla para quienes nos mareamos en coche. Y no digamos para los autocares turísticos y coches de alquiler; de pronto la joya de Mallorca estaba al alcance de cualquiera.

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Aparcar una vez allí ya era harina de otro costal. Gran parte del mal estaba hecho, pero faltaba la puntilla. La ridícula idea de que pagar por atravesar un túnel era poco democrático arraigó en la izquierda que gobernaba entonces y decidió coger el dinero de todos, lanzárselo a la cara a la empresa concesionaria, quedarse con el túnel y quitar el peaje. La pesadilla de los sollerics comenzó en ese momento. Hordas de coches y autocares en fila india intentando acceder a la ciudad, colapsando parkings, accesos, calles. Adiós a la belleza secular, la calma, la particular idiosincrasia del lugar. Hola turistas chancleteros. La gracia está en que no acabó ahí la historia. Ahora viene la tercera parte: hay que volver a pagar por una expropiación ilegal. No pagarán las lumbreras que lo hicieron, no. Pago yo. Que solo he usado el túnel dos veces en mi vida.