Una emotiva película de Marcel Barrena, «El 47», sugiere una aproximación bastante lograda del movimiento migratorio que experimentaron Madrid y Barcelona entre los años 60 y principios de los 70 con la llegada de miles y miles de extremeños y andaluces, principalmente, en busca del pan y el trabajo, acosados por la pobreza de sus lugares de procedencia.
Aquel proceso, coincidente con la normativa franquista represiva en torno al suelo, impulsó la creación de inframundos, el también denominado chabolismo, asentamientos que se transformaron en barrios marginales levantados por los recién llegados con sus manos en el extrarradio de la gran ciudad.
Familias enteras, más de 100.000 personas se calcula, vivieron de forma miserable respecto a la sociedad a la que pertenecían en Torre Baró, Can Vidalet, el Campo de la Bota o El Carmelo, que tan bien ha reflejado Juan Marsé en sus libros, entre otros muchos enclaves de Barcelona. Pese a esas condiciones de subsistencia deplorables, desconocidas en Menorca, su abnegación y constancia contribuyeron decididamente al progreso de la ciudad condal, en este caso, y de Catalunya en general.
El trasfondo de la película que debería arrasar en la gala de los Goya denuncia aquella situación y entroniza a su protagonista, Eduard Fernández. El actor catalán recrea con una interpretación difícilmente superable a Manolo Vital, emigrante extremeño, conductor del autobús número 47, que tuvo el arrojo de raptar el vehículo para subirlo hasta la montaña de Torre Baró, donde se había erigido uno de esos asentamientos, para demostrar que sí se podía conectar el arrabal con Barcelona, en contra de las reiteradas negativas del Ayuntamiento.
Fue una decisión sorprendente la del héroe discreto de aquel barrio, que acabó siendo la punta de lanza para que el consistorio comenzara a tomar en consideración a «los otros catalanes», esos que tanto hicieron por Catalunya y merecían un trato digno del que se les privó durante muchos años.