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Entonces resulta que la semana que viene vuelve, y esta vez con un apoyo incontestable, el mismísimo Donald Trump. Parece que la desbandada ha comenzado antes de lo previsto. Al magnate americano de pelo naranja no le ha hecho falta ni mirar hacia aquí para que más de la mitad de nuestros jerarcas hayan empezado a corretear como ratones en busca de un agujero. Von der Leyen se ha puesto enferma para quince días. Borrell afirma que no existe una política común europea y que en Bruselas cada cual vela por sus propios intereses. El ubicuo Zelenski admite la negociación de los territorios en litigio, pide la integración del resto de su república en la OTAN y -¿cómo no?- reclama armas y dinero. El inglés Starmer, el francés Macron y el alemán Scholz se apuntan a una cruzada contra un millonario de las redes sociales que, a su juicio, no acaba de entender que esto de la democracia pertenece exclusivamente a la clase política.

Y todo ello sin que al pelirrojo se le haya movido un solo pelo del tupé en dirección a Europa. Salvo, de refilón, hacia la diminuta Dinamarca que, por lo visto, tendrá que enfrentar un nuevo 1864 a cuenta de Groenlandia, la mayor y más gélida isla del planeta. Pero para esa controversia, como para la de Panamá (independizado de Colombia en 1903 con ayuda del amigo americano), no le ha hecho falta dirigir a Bruselas ni una sola mirada. Sabe que dejaremos al país nórdico enfrentar su problema solo, mientras silbamos estudiando cada cual nuestro propio ombligo. Como los personajes de Beckett en el final de Esperando a Godot: «Entonces, ¿nos vamos? -Venga, vamos.- (No se mueven)».

Porque, además, en Europa estaremos muy ocupados. Tenemos que convertir toda esta superficie que Dios nos ha dado en el mayor paraíso de la burocracia digital, con la mayor carga fiscal que vieran los siglos, para la protección de la democracia tal y como la entienden nuestros actuales líderes. Resulta ilustrativo, en cuanto a esto, el caso de la anulación en diciembre de la primera vuelta de las elecciones rumanas bajo la acusación del uso ilegal de tecnologías digitales, fuentes no declaradas y trato preferente en redes sociales. Es decir, que mientras a las demás actividades humanas se les obliga a pasar por el aro de lo tecnológico a la política tendremos que tolerarle que siga jugando al turno Cánovas-Sagasta.

Europa ha dejado claro que pretende establecer un modelo social copiado del de sus aeropuertos, un lugar al que usted va con la pretensión clara de tomar un avión y en el que ha de ser identificado y registrado, cuando no cacheado, y esquilmado mientras atraviesa un gigantesco centro comercial que sólo le aleja de su destino. El gran arquetipo de nuestro propio «mundo feliz» europeo parecen ser estos babélicos aeropuertos, autoritarios y capitalistas, donde se le repite a uno que ostenta unos derechos inalienables y que debe denunciar todo lo que le parezca mal, mientras vigila su equipaje bien de cerca porque, al parecer, las fuerzas de seguridad tienen bastante controlando al propio pasaje.

Ya no sorprende, cuando va uno al aeropuerto de Menorca, encontrar en la terraza de salidas a los pasajeros desembarcados esperando a ser recogidos. Es, en realidad, el único lugar adecuado realmente para la llegada y recogida. Podría resultar nuestra pequeña aportación al lema del Ingsoc: «La guerra es paz, la libertad es esclavitud, la ignorancia es fuerza y la llegada es en salidas».