Comenzaste a sospechar que habías envejecido (uno no nota su paulatina degradación física por progresiva) cuando te percataste de que pronunciabas con frecuencia una frase: «si no fuera por…». La soltabas tú, pero también los de tu generación. «¿Cómo estás, Cenizo?» –le preguntabas-. A lo que el susodicho respondía: «Si no fuera por mi artrosis…». Lo de Cenizo no es coña, porque Cenizo se llama, efectivamente, Cenizo. Pero esa contestación la formulaban igualmente infinidad de conocidos: Matilde («si no fuera por las puñeteras cervicales…»), Juanjo (vértigo), Dolores (reuma) y… No obstante, deberías de haberlo intuido –lo de tu ancianidad– antes, cuando, el día de tu jubilación, tus alumnos (¡angelitos!) te obsequiaron con un ‘equipo’ del perfecto jubilado. Contenía unas zapatillas, un juego de petanca, una boina y comida para palomas…
Otra prueba empírica de tu declive reside en lo que has dado en denominar ‘efecto sonajero’. Por lo de tus pastillas. Cuando te mueves –si hay suerte y puedes– tu cuerpo emite alegres sonidos, como los del mentado artefacto. Lo tuyo es como aquel viejo lema que se grababa antaño en las medallas del amor. A saber: «hoy te quiero más que ayer, pero menos que mañana». Ahora andas escaso de amores y la única medalla que podrías ostentar sería la del paso de los años. ¿Qué frase se adecuaría a ella? La cosa parece clara: «Hoy tomo más pastillas que ayer, pero menos que mañana»… Medicinas y cubitos de hielo para tus partes doloridas, con lo que te gastas un pastón en los susodichos, para satisfacción inenarrable de los dueños de las gasolineras…
«¡Qué viejo está Paquito!» –te dices al verlo tras un tiempo de ausencias–. «¡Qué viejo está Juanlu!» –se comenta Paquito al verte–. Y es que, como en el tema de la muerte, creemos que eso de envejecer solo le ocurre a los otros… ¿O no? Hasta que un día te miras en el espejo del lavabo y te preguntas quién es ese tío gordito y calvo que aparece en él. En esa tesitura, tu báscula, elaborada ya con IA y consciente de tu peso (¡puñetera cortisona!), se apresura a esconderse tras el bidé, no vaya a ser que te dé por pesarte…
- ¡Cómo me duele la pierna! –le comentas a Elena Nito del Bosque, tu vecina–.
- ¡Será cosa del tiempo! –te contesta, caritativa–.
- ¡Y una mierda! En todo caso el tiempo que hace que nací –le espetas, desagradecido–.
En fin…
Pero, por otra parte, la vejez te compensa, con creces, mejorando ciertos aspectos esenciales de tu vida. En palabras de Ingmar Bergman: «Envejecer es como escalar una gran montaña. Mientras subes las fuerzas disminuyen, pero la mirada es más libre, la vista más amplia y la vida más serena». Te conviertes al estoicismo; difícilmente te enfadas; escuchas más y hablas menos; te mudas en un ser tolerante; te resulta más fácil perdonar y pedir perdón; descubres que lo que de verdad te importa no es material; conquistas la armonía; inviertes acertadamente tu escala de valores; dices lo que piensas o, a lo sumo, callas; buscas la paz y aprendes a hallarla ajeno a tus circunstancias personales… Y la guinda del pastel la pones cuando –y parafraseando a Mark Twain– aprendes a ver en tus arrugas no algo negativo, sino la hermosa huella de las sonrisas que esbozaste…